Tras varios días de descanso, llenos de paseos, buena comida y recuerdos compartidos de mi padre, decidimos que era el momento de cumplir con su última voluntad. Preparamos una pequeña maleta cada una y salimos hacia Cascais. Aunque no hacía falta pernoctar porque estábamos relativamente cerca, Branca valoró que nos iría bien pasar unos días allí. Era algo que solía hacer con mi padre en los últimos tiempos.
Nos hospedamos en un hotel en el que el mar estaba tan cerca que casi se colaba por las ventanas. En aquel momento de nuestras vidas, era un mar medicinal que nos sanaba con su aire salinizado o, al menos, esa era la teoría de Branca y no se equivocaba.
Pensamos que el atardecer era el momento idóneo. Nos dirigimos al acantilado para llevar a cabo nuestro pequeño ritual en homenaje a mi padre. Al lugar lo llamaban la Puerta del Infierno, porque era el extremo más alejado, casi el final del continente, pero algo tan hermoso no cuadraba con un nombre tan oscuro. La luz amarillenta mezclada con tonos púrpuras cerraba el día. Esparcimos sus cenizas con prisa, puesto que no teníamos claro que fuera del todo legal estar allí y menos para lo que estábamos haciendo. Nos reímos porque tuvimos serias dificultades para abrir la urna y porque era más que probable que una parte de mi padre hubiera vuelto de regreso con nosotras al hotel, impregnado en nuestra ropa y en nuestro pelo por los efectos del viento arremolinado que nos acompañaba.
No pude evitar recordar a mi madre al ver la caída del acantilado. Me la imaginé decidida a dejar este mundo, dando un paso al vacío para abandonarme sin mirar atrás. Si al menos hubiese escogido un lugar como este para irse, hubiera sido un consuelo pequeño, quizás, pero algo mejor que tener que pasar cada día de mi vida por el punto exacto donde decidió marcharse. Un suicidio de alguien tan cercano te marca profundamente y no puedes dejar de hacerte preguntas y de buscar la lógica a algo que, a todas luces, no la tiene. Pasar todos los días por su vía de escape me hizo cuestionarme muchas veces si no debía seguir el mismo camino. Aceptar que tu madre huya de ti, su única hija, no fue fácil, pero a estas alturas del camino comenzaba a plantearme que quién era yo para juzgarla. Al fin y al cabo, no la conocía.