Somos herederos de historias que no sabemos.
Estábamos sentadas tranquilamente tomándonos un vinho verde, cuando Branca se puso muy seria. Habíamos pospuesto esa conversación desde el primer día y supe que había llegado el momento de abordar lo que fuera que hubiese quedado pendiente.
–Sabes que he querido mucho a tu padre. No era un hombre perfecto, lo reconozco. Tampoco comparto algunas de las decisiones que tomó, pero ahora no está y de nada sirve reprocharle esto o aquello –dijo mientras se frotaba las manos con nerviosismo–. Sólo quiero cumplir su última voluntad. Sé que no fue el padre del año. Nunca comprendí cómo un hombre tan cariñoso podía ser tan despreocupado, incluso frío, con su única hija. Ahora, sabiendo lo que sé, puedo entender un poco más su comportamiento, aunque sigo sin compartirlo.
Hablaba mientras daba sorbos a su copa y me cogía la mano, que yo le había extendido desde el otro lado de la mesa.
–Fuiste la gran damnificada de una historia que pasó cuando tú no podías decidir ni saber. No voy a negar que me dolió que no se sincerara conmigo antes, pero puedo comprender que quisiera empezar de nuevo sin que nadie lo juzgara. Darse una nueva oportunidad: ¿a quién puede negársele eso? Lo único que puedo alegar a su favor es que durante estos años que compartimos me hizo muy feliz y eso debe contar en el haber de una persona, pero no le exculpa de haberte fallado a ti. Todo lo que te voy a contar pasó antes de conocerme y de que tú tuvieras conciencia, así que podemos hacernos a la idea de que no va con nosotras, más allá de ser las personas a las que afectó de manera colateral. Por supuesto, muchísimo más a ti, querida Diana.
–No sé qué decir. Me estás asustando un poco con tanto misterio –dije mirándola a los ojos para tratar de averiguar qué demonios me estaba queriendo decir.
Branca me miraba con dulzura, una vez más haciendo lo posible para que mi padre estuviera presente en mi vida. Allí estaba, ocupando un lugar que le correspondía a él en un trance bastante complicado por lo que parecía. Hasta en eso había sido evasivo. Parte de mi existencia me llegaba de manos de una mujer que no me era nada y que a la vez era lo único conocido a lo que podía llamar familia.
–Mi padre siempre tuvo suerte con sus mujeres. Aquí estás tú haciendo el trabajo sucio y aun así sigues queriéndolo y aquí estoy yo, enterándome de algo que a todas luces no va a ser agradable y sigo sin poder odiarlo. Está claro que fue un hombre afortunado, aunque él no lo viera. Quizás, a la única que no convenció con su encanto fue a mi madre, que decidió abandonarlo de la peor manera posible…
–Diana, no sé qué pasó entre tus padres y no me corresponde a mí averiguarlo ni juzgarlo. Tendrás que recorrer ese camino tú sola, pero quiero que sepas que estoy y que estaré para ti siempre. Tienes una abuela viva, la madre de tu madre, y también una tía, hermana de tu padre. –Mi cara debió ser de absoluta estupefacción. Era la primera noticia que tenía de que me quedaba alguien porque, hasta donde me alcanzaba la memoria, él me había dicho que todos habían muerto–. Ahora, tienes un hilo del que tirar. Siempre le he dado una importancia relativa a los vínculos de la sangre, pero en este caso agradezco que te quede ese consuelo.
–¿Desde cuándo lo sabes? –le pregunté, sin saber qué más decir.
–Desde hace algunos meses. Le pedí que te lo contara, pero me hizo jurar que no te lo diría hasta que él tomase la decisión y ya ves, en éstas estamos ahora y sé que es probable que me odies por ello. No te culpo.
–Te parecerá duro, pero se puede vivir sin mi padre; yo soy el ejemplo perfecto, Branca –dije mientras resbalaba una lágrima. No había llorado desde la noche de la llegada a su casa, cuando una nube de su olor me envolvió y, ahora, de pronto, se volvía a abrir la misma compuerta porque el dolor venía del mismo sitio. Lloré, lloré mucho en brazos de la que quiso ser mi madre y no pudo por él. Lloré sin consuelo por la madre que no había tenido y por mi soledad y por él, siempre tan distante. Lloré y me hice pequeña y lo único que quise en ese momento fue acurrucarme en aquellos brazos que también estaban huérfanos. Lloré también de alegría porque había alguien en algún lugar que me había echado de menos. Aquel día encontré en los brazos de Branca el consuelo de algo parecido a una madre. Ella había decidido quedarse aún pudiendo irse y eso la convertía para mí en una madre perfecta.