A veces heredamos una historia cuando no queda nadie para contarla.
Lunes, a media mañana, un día como cualquier otro para acudir a una lectura de testamento, ese curioso trámite para hablar con los nuestros a través de un extraño, una especie de médium pero en una oficina de prestigio y con muchos papeles de por medio.
Tras la conversación con Branca, comenzaba a construir una nueva versión de mi vida. La única certeza era que existía alguien vivo con quien compartía ADN, algo que mi querido padre decidió ocultarme por unos agravios familiares que nada tenían que ver conmigo. Esa había sido la herencia de mi padre, un secreto desvelado a destiempo, pero que para mí significaba un cambio sustancial, pues abría un paso en un momento en el que estaba en una vía muerta.
La notaria era una señora entrada en años, pero todavía de buen ver. Había algo en ella, y en aquel lugar, a la vez solemne e impostado.
Pensé que era un oficio extraño, basado en la capacidad de generar confianza y el emplazamiento invitaba a ello: un espacio impoluto con muebles sólidos y elegantes, tonos neutros tanto en las paredes como en las cortinas, luz cálida, muchos libros de derecho.
Sólo algo me indicaba que quien estaba enfrente entendía lo que significaba estar al otro lado de la mesa. No era gran cosa, una taza negra de café como tantas, pero que llevaba estampado el siguiente mensaje: “Se o amor tivesse outro nome, chamar-se-ia Avó”. Ver a la persona detrás del puesto me tranquilizó, no es que fuera importante, pero sí es agradable que quien entra en tu vida de una manera u otra tenga visos de ser humano. Ella era la abuela de alguien, yo también tenía una abuela. Tenía una abuela. Alguien mío a quien regalarle una taza similar.
Las últimas voluntades de mi padre habían sido dictadas hacía más de una década. Tenía claro que no nos enfrentarían en lo económico porque Branca provenía de una familia adinerada y el piso donde vivían era suyo. Nunca necesitó el dinero de mi padre,.
Para mí, en cambio, era un alivio tener una casa a la que volver. Sólo con eso, ya tenía más que la mayor parte de la gente de mi edad. Podía reorganizarme sin la carga de una hipoteca.
Mi padre no había sido un gran padre, pero al menos eso se lo debía. Entonces, ¿qué más podía haber?
La notaria comenzó a leer con la formalidad que requería el momento, haciendo referencia al pleno uso de las facultades mentales de mi padre. La primera parte fue para Branca, como no podía ser de otra manera. Su legado fue el de un hombre enamorado, pues había comprado para ella una casa en Cascais a la que solían ir mucho juntos de alquiler. Realmente, llevaba siendo suya hacía mucho tiempo, pero Branca no lo sabía.
“Amor, esto es para que disfrutes de este lugar que tanto nos gustó compartir, pero cámbialo, vívelo y compártelo con otros, no lo conviertas en un recuerdo de lo que fuimos. No quiero que tu vida acabe conmigo. Debes saber que he aprendido a tu lado que el amor no es egoísta y es por eso, y porque sé que la soledad es muy mala compañera, que quiero que seas feliz”. A Branca se le humedecieron los ojos. Quien conociera a mi padre desde siempre, estaría sorprendido con ese giro, con esa manera de ver las cosas. No había duda de que ella lo había convertido en otro.
En mi caso, me dejaba una suma de dinero suficiente como para tomarme un tiempo sabático y, sorpresa, una casa en su pueblo natal, la misma en la que había crecido. También había un sobre cerrado a mi nombre, que aquella buena mujer consideró que debía leer tranquilamente y con privacidad cuando estuviese preparada, pues sabía por mi padre que era importante para mi futuro lo que allí me contaba. Había una última cosa. Supimos lo que era cuando vacié una pequeña bolsita de terciopelo negro sobre la mesa y apareció un colgante. Branca se sorprendió, pues fue algo que ella misma eligió y que pensó que él me había dado hacía tiempo.
–Diana, esa joya te la mandé a hacer hace al menos dos años. Tu padre quería darte algo que te recordara a tu madre. Me extrañó, pues ni antes ni después él volvió a hablar de ella, ya sabes que era un tema que no le gustaba tocar. Fue una petición concreta. No me pidió que te comprara cualquier cosa: quiso que fuera un colgante en el que pudiera pegar una pequeña fotografía de tu madre. Es una imitación de joyería de un relicario que vendían hace años a los turistas en el santuario de la Virgen de Fátima y que Figo le regaló a Victoria Beckam. A ella le gustó tanto que lo mandó a replicar con materiales preciosos y, como era de esperar, fue tendencia y yo misma me compré una imitación. Desde que tu padre me pidió que buscara un colgante, lo rescaté porque era juvenil y perfecto para albergar un recuerdo tan bonito y mandé a hacer uno un poco más pequeño, más delicado y no tan llamativo, pero igual de hermoso.
Lo abrí con sumo cuidado y allí estaba la única foto que hasta el momento había visto de mi madre. En su día me dijo que las había destruido todas, que si había decidido dejarnos, no era preciso que estuviera entre nosotros.
–Te pareces mucho a tu madre, querida. –Branca me acariciaba la espalda mientras observaba la pequeña imagen conmigo. –El mismo pelo, los mismos labios, los pómulos…Debió ser doloroso para él verte crecer y que se la recordaras tanto. Era muy hermosa, Diana.
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Nos vemos el miércoles 12 de noviembre 💛
Gracias por acompañar a Diana en este viaje que duele, pero también sana.
Quédate. Aún queda mucho por sentir.