Tu nombre nunca termina

Capítulo 13. El pañuelo

En ocasiones. El destino se anuncia en voz baja.

Salí a caminar por el paseo marítimo. La brisa me daba en la cara junto con los rayos del sol. Necesitaba ordenar mis ideas, mis sentimientos o ambas cosas y el recorrido a pie me hizo bien. Demasiados acontecimientos de golpe que habían trastocado mi vida. Habían sido demasiados acontecimientos de golpe que habían trastocado mi vida, tantos que me daban vértigo, pero recordé que no hacía tanto había estado al borde de un puente y que, por un momento, por un solo instante, había pensado en terminar con todo.

No había que ser muy lista para darme cuenta de que no estaba contenta con lo que era mi vida, entre otras cosas, porque no había encontrado la ilusión ni en el trabajo ni en el amor ni en nada. También, porque los días iban unos detrás de otros en procesión y no había nada que me hiciera sentir completa. Al contrario, cada vez me encontraba más hueca, más impostada, como si cada día fuese una representación que odiaba y que en cada ocasión me salía peor. Tal vez ahora, con todas las cartas sobre la mesa, las cosas cambiaran. Por lo pronto, me iba a quedar unas semanas más con Branca; ella me lo había pedido. Además, para qué engañarme: me asustaba el reencuentro con mi abuela, así que no había prisa. No la conocía. Hacía dos días que ni tan siquiera sabía que existía. ¿Qué le iba a decir?, ¿y si no me caía bien o yo a ella? Tal vez, el hecho de que no hubiera querido retomar el contacto con mi madre me daba una señal de que no era de fiar.

Me senté en un banco mirando al horizonte mientras contestaba un mensaje de Duarte. La relación virtual se había intensificado y era evidente que pensábamos mucho el uno en el otro. Esa mañana me había mandado una foto del sol radiante sobre el mar y más tarde otra con su torso al sol: no se cortaba. Digamos que los mensajes no solo llegaban cada vez más próximos entre sí, también nos había alcanzado a nosotros, volviéndose poco a poco más intensa.

No me sentía una extranjera en aquella ciudad. Con los años y las visitas, había aprendido algo de portugués, y la gente era hospitalaria y abierta. Eso me hacía sentir cómoda.

Me senté en un banco justo cuando llegó otro mensaje de Duarte: “Quiero volver a verte”. Mientras le respondía con la intención de buscar un momento para encontrarnos –porque había que reconocer que el chico me gustaba–, una anciana me pidió permiso para sentarse. Allí nos quedamos las dos, cada una a lo suyo.

Tenía un aspecto algo bohemio por el colorido de su ropa, aunque no desentonaba con el ambiente: a las portuguesas les gustan los colores de una manera muy particular y ese estilo salta a la vista cuando andas por las calles.

Las dos permanecimos calladas, mirando al frente y en calma, como quien disfruta de un retiro espiritual.

Al poco, pude observar cómo sacaba su costura y yo decidí continuar con la lectura de una novela que llevaba en el bolso. Tras un rato largo, la anciana guardó sus cosas y, antes de levantarse, me tocó suavemente el brazo para llamar mi atención.

–Mírame, niña, y atiende bien lo que te digo: nuevas puertas se abren. No tengas miedo, encontrarás la paz y te encontrarás a ti. Es importante seguir a la sangre, no lo olvides –dijo todo aquello mirándome a los ojos con dulzura y, lo más sorprendente, en español. Por mi parte, me quedé sobrecogida, pues no me esperaba aquello. Ella pareció comprender y trató de tranquilizarme con una sonrisa. Hizo el ademán de levantarse, pero volvió a sentarse.

–Una última cosa, garotinha, vas a encontrarte dos amores, pero solo uno será el definitivo. El pañuelo te lo dirá a su debido tiempo, no lo olvides.

Tem um que passa e outro que é.

Me puso en la mano un pañuelo doblado y se fue.

En cualquier época de mi vida, una situación así me habría sorprendido, pero ahora lo anormal parecía ser la tónica habitual, así que decidí entregarme a los designios del universo sin darle demasiadas vueltas.

Pensé en Aurora y en que tenía que contarle aquel encuentro. Desdoblé el pañuelo.

Era precioso. La tela blanca contrastaba con el hilo rojo bordado, que rodeaba todo el borde y que dibujaba dos plantas que nacían separadas pero cuyo fruto, un corazón, acababa encontrando al otro. También llevaba una frase que no pude traducir muy bien, así que decidí guardarlo para preguntarle a Branca en casa. A la vuelta, lo dejé sobre el aparador y no tardé mucho en oírla llegar.

–Diana, ¿no me digas que te ha salido un pretendiente en el paseo? Pero ¡qué cosa tan bonita, por Dios!

–De pretendientes nada por ahora, me lo ha dado una señora mayor que se sentó a mi lado en un banco y lo acabó de bordar allí mismo. Fue algo muy extraño, porque me habló de dos hombres en mi vida… He pasado de tener una vida completamente monótona a vivir dentro de una telenovela.

–Espero, por ti, que haya hombres muy guapos en esa telenovela. Es lo mínimo después de tantos disgustos. Por lo que veo, el que está para ti sabe a sal y huele a madera. Eso es lo que dice aquí: “Meu homem tem gosto de sal e cheiro de madeira”.

–Pues nada, habrá que ir afinando los sentidos –le dije mientras me reía.

Me gustaba estar con Branca. Era fácil vivir con ella y la iba a extrañar cuando me tocara marcharme.




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