El calor de la arena bajo mi piel y el sonido suave de las olas hicieron su magia terapéutica, tanto, que en algún momento de la conversación con Isabel me quedé dormida. Sentí una caricia suave en la mejilla y, al abrir los ojos, me encontré con los de Duarte, azules como las aguas de Tróia, la isla a la que me había traído y que me había permitido olvidar, aunque fuera por un instante, el caos que era mi vida.
Era bastante guapo. El sol realzaba su piel tostada y hacía que su mirada pareciera aún más intensa. Y ese olor… era de esos hombres cuyo perfume, escogido al milímetro, te atrapa sin pedir permiso.
La isla era una maravilla. Fondeamos cerca de una de las playas y compartimos un aperitivo en cubierta. Isabel se había provisto de un tentempié de exquisiteces con quesos, pequeños pasteles de bacalao, pan, frutas… Después llegó la playa, con su arena blanca y cálida, tan perfecta que parecía irreal. Si el cielo existía, debía estar bajo mis pies en aquel momento. Cerré los ojos un segundo para agradecerlo en silencio y al abrirlos estaba la mano de Duarte, tendida para ayudarme a levantarme: Isabel y Alfonso nos esperaban para almorzar.
La vuelta fue aún más espectacular. Después de un almuerzo delicioso en un pequeño restaurante con unas vistas al mar –marisco fresco, pescado y una calma inesperada– regresamos con la puesta de sol a nuestra espalda. El día había sido uno de los buenos; sin embargo, aparte de alguna mirada fugaz, no vi nada que me hiciera pensar que Duarte estuviera interesado en mí. No me preocupó demasiado: di por hecho que el beso del aeropuerto había sido un arrebato del que quizás se había arrepentido. Eso mismo le comenté a Branca cuando me preguntó por cómo había ido el día.
–Creo que vamos a ser muy buenos amigos, Branca. Ha sido un día para recordar. Sus tíos fueron muy amables y él también.
–¿Estás segura? Nadie te besa nada más conocerte, te escribe mil mensajes y, casi sin conocerte, te invita a un día en yate con sus tíos. Quizás, se esté tomando su tiempo… Conozco de vista a sus tíos del club al que voy a nadar y he preguntado a algunas amigas comunes. Además –aquí donde me ves– he hecho mi pequeña investigación en redes para quedarme tranquila. Son una pareja estupenda y no tienen hijos, así que quieren a este chico tuyo como si fuera suyo; sin embargo, él viene poco por aquí.
–Es fotoperiodista. Ya te lo dije: se pasa la vida viajando. Según su tía, siempre fue como un rabo de lagartija, incapaz de estar quieto en un sitio. Por lo pronto, se ha ofrecido a llevarme a casa de la abuela, ya que casualmente tiene que ir a Vigo a firmar unos papeles y le viene de paso.
–Pues para no querer nada, lo veo muy servicial. Tampoco me habías dicho que era tan guapo.
–No me he fijado, la verdad –dije mientras me reía–. Apenas me he dado cuenta de que tiene cara de modelo y cuerpo de atleta…
–Seguro, ¿cómo darse cuenta de algo así?
–Tampoco influye para nada que tenga buena conversación y que lo mismo pilote un barco que haga reportajes de guerra. Al fin y al cabo, sólo somos amigos.
–Claro… amigos –repitió Branca, con una sonrisa que decía lo contrario–. Amigos que se besan el primer día. ¡Muy típico! –añadió mientras se alejaba hacia la cocina.