Hay noches en las que un escalón basta para cambiar el camino entero.
La ducha me sentó más que bien. Tardé algo en secarme el pelo, pero no me preocupó demasiado porque al final decidí peinarlo con un recogido tirante detrás de la nuca. Fui andando hasta donde me habían citado, cerca del puerto, enfundada en un vestido que, para no ser mío, me iba como un guante. Quienquiera que lo hubiese comprado tenía buen gusto: era una prenda boho color granate que marcaba escote y dejaba al aire un lateral de la pierna. Sexy, sí, pero cómodo. La tela fina caía sobre mi cuerpo como una caricia. Las sandalias planas doradas y un bolso con forma de canastilla completaban un look bohemio imposible de ignorar.
Decidí ser parca con el maquillaje. Mi piel, dorada por los días de costa, agradeció un toque mínimo: base ligera, colorete, rímel y algo de brillo en los labios. Lista.
Habíamos quedado en encontrarnos directamente en la fiesta, ya que la boda se celebraba en una capilla minúscula reservada solo para los allegados. Lo agradecí. Me mezclé entre la gente que bailaba, comía o reía sin saber muy bien dónde mirar primero.
No me costó localizar a Duarte.
Bailaba en medio de la pista con la morena de las fotografías. Lo hacían tan bien, se movían con tanta naturalidad y complicidad, que me quedé embobada observándolos. Él fue el primero en darse cuenta de que había llegado. Tiró de la mano de ella y vino hacia mí.
–Diana, estás espectacular. Te presento a Asha, amiga y socia en muchos de mis proyectos.
Extendí la mano, pero Asha me abrazó y me dio un beso en la mejilla a modo de saludo. También olía extraordinariamente bien por lo que pude comprobar.
–Si eres amiga de Duarte, eres un poco amiga mía – dijo con una sonrisa de dientes perfectos.
–Encantada, Asha –balbuceé, consciente de sus ojos profundos, de lo altísima y guapísima que era.
Mientras Duarte fue a por bebidas, ella me interrogó sin rodeos sobre dónde lo había conocido. Al explicarle que se había ofrecido a llevarme a Galicia, sonrió como si supiese algo que a mí se me escapaba o al menos me dio esa sensación.
–Duarte siempre ha tenido debilidad por las cosas nuevas… y por los cachorritos abandonados, aunque nunca ha podido tener mascotas porque no se queda demasiado tiempo en ningún sitio.
Me pareció más un pensamiento en voz alta que otra cosa, así que no supe si tomármelo como una reflexión o como una ofensa, pero en ese momento él me tendió una copa de vino y volvió la magia de una noche, que se alargó hasta la madrugada, en la que bailé y reí a partes iguales y en la que me cayó el ramo de la novia, momento que viví bajo la inquisitiva mirada de Asha, quien me atravesó con la mirada como si hubiese cometido un delito.
Cuando por fin nos marchamos, Duarte me puso su chaqueta sobre los hombros. El aire fresco del puerto agradeció el gesto. Tuve curiosidad por el interés que había provocado en aquella mujer que no dejó de observarme a lo largo de gran parte de la noche y le pregunté sin más.
–¿Le he caído mal a Asha?
Él se detuvo. Tiró de mi mano hasta quedarnos uno frente al otro, cerca, muy cerca.
–No. Digamos que es muy protectora con los suyos y que me quiere mucho, igual que yo a ella. No le des importancia. Debe ser que tenía un día raro, a veces es muy suya e imagino que no esperaba que trajese compañía –me dijo tan cerca que pude sentir su aliento.
–Bueno, en un sentido estricto no somos pareja –dije sin apartarme–. Puedes aclarárselo mañana. No quiero enemigas tan altas –si quería jugar, llevaba el número de copas necesarias para seguir en la partida.
–Voy a poner solución a eso ahora mismo.
No me dio tiempo a responder. Me cogió por la cintura y me plantó un beso de película, de esos que nunca me habían dado y que pensé que no existían. Me separé un poco y por un instante mi cabeza me dijo que no me enredara con más complicaciones de las que ya tenía, pero el alcohol, sus preciosos ojos azules y la firmeza con la que me sujetaba no ayudaron demasiado a frenar lo que pasó a continuación. Caí en su boca como por un precipicio y sin paracaídas.
Fue tan fácil dejarse llevar, tanto que pensé que este chico había ido a una academia para aprender a besar. Perdí la noción del tiempo mientras me acariciaba los labios con la lengua y la enredaba con la mía, obligándonos a respirar al unísono. Paró un momento para mirarme fijamente y me acarició la mejilla para posteriormente ir bajando su mano por mi cuello, guiando a sus labios por el mismo camino. Me besó de nuevo, empujándome suavemente contra la pared como si aún necesitara asegurarse de que no me iría a ningún sitio.
No recuerdo cómo llegamos a la puerta de la hospedería. Solo que intenté marcar el código tres veces y fallé en todas. Duarte tomó el control, abrió a la primera y me besó de nuevo. Lo siguiente que viene a mi cabeza es que subí las escaleras delante, cogida de su mano y que, de pronto, sentí un tirón suave que me detuvo. Me giré.
El deseo en sus ojos borró a Asha, la fiesta, el ruido del puerto y al resto de mundo.
–Quiero que sea aquí, Diana.
No supe si respondí. Tal vez no hacía falta. Solo recuerdo su boca buscándome de nuevo, su cuerpo encajado contra el mío y la certeza luminosa de que aquello –fuese lo que fuese– tenía que ocurrir.