Tu nombre nunca termina

Capítulo 25. La mujer en mis sueños

A veces el pasado vuelve como unos dedos desenredando el alma.

Un suave piar se coló entre la telaraña que separa el sueño del despertar. Aún con los ojos cerrados, noté lo a gusto que me sentía y lo cálido que era el ambiente. Me felicité porque por fin había conseguido dormir toda una noche de un tirón, como hacía años que no sucedía. Abrí un poco los ojos, lo justo para ver cómo la luz entraba por la ventana. La cama me acunaba; era la cama de mi madre y, quizás, ella me había estado acompañando de alguna manera. No la recordaba, pero por primera vez en mi vida había notado su calidez. Era un sentimiento extraño, pero era muy real.

Estiré el cuerpo y retiré la manta, que era muy pesada, nada que ver que ver con mi nórdico; aún así, el peso se me hizo agradable y protector. Al poner los pies en el suelo, disfruté del tacto de la madera. Esas tablas habían sido pisadas por ella. Abrí la ventana y el fresco de la mañana me erizó la piel. Me sentí viva.

Mariña, que así llamaban a mi abuela, era un torbellino, una mujer enérgica y activa que no paraba quieta. Fueron pasando los días unos detrás de otros y, poco a poco, encontré mi ritmo en este nuevo espacio. Era un compás lento que me ayudaba a curarme. Los pensamientos suicidas se fueron diluyendo junto con el paso de los días, aunque pensaba mucho en ella y en cómo había sido posible que me dejase atrás. Pero esos pensamientos volaban cuando Mariña hacía acto de presencia. Mi abuela jamás hablaba de mi madre en su final, sino de la persona que había sido: alegre y sensible. Esa fue la imagen que dejó antes de marcharse con mi padre. No sé en qué tramo del camino entre este sitio y mi casa perdí a mi madre, pero me alegraba reencontrarme con lo que quedaba de ella en la casa.

Antes de bajar a desayunar, me miré al espejo y encontré a una mujer distinta. Mi piel estaba más viva, con un brillo que no recordaba haber tenido nunca, y mi pelo estaba perfectamente ordenado. Al observarlo, recordé que había soñado que mi madre me peinaba con sus dedos: unos dedos delgados que desenredaban mi melena con suavidad Esa idea no me asustó; al contrario, me reconfortó. Desde que entré en este lugar, sentí que la abuela y yo no estábamos solas: percibía la presencia de mi madre en todo y en nada, de manera inexplicable.

Como oí voces, me asomé al balcón que daba al jardín, desde el que se veían unas vistas hermosas. Mar y verde: colores fríos que, sin embargo, a mí me transmitieron calidez. El aire fresco me acarició la cara, pero no sentí malestar: todavía no había llegado el invierno y los rayos del sol calentaban un poco el ambiente.

Abajo estaba la avoa, que es como llaman a las abuelas en Galicia, mano a mano con Valentyna, limpiando el jardín y poniendo abono mientras removían la tierra de las jardineras.

–Vy pobachyte, yak dobre pratsyuye kompost, yakyy ya hotuvav, a ne te pokupne dobryvo, yake vy vytrachayete– señaló con vehemencia Valentyna mientras sostenía en un puño algo que parecía turba compostada.

–No digo que no sea mejor, pero estoy convencida de que el aumento de ratas tiene mucho que ver con tu compostaje. No se puede tener todo… –le decía la avoa a Valentyna.

–Tak –señaló ella mientras se afanaba en cavar y mezclar la tierra con lo que fuera que tenía en el saco.

Ambas siguieron trabajando y me reí para mis adentros. Tantos días observándolas y aún me resultaban un espectáculo. Ninguna hablaba el idioma de la otra, pero se entendían a las mil maravillas. Debía ser el lenguaje universal de las flores, que las había unido por casualidad cuando Valentyna llegó al pueblo con su hija y sus nietos huyendo de la guerra en Ucrania. Al mes de instalarse, las pequeñas jardineras de la casa que les cedió la parroquia estaban llenas de flores. La avoa supo entonces que por fin había encontrado a alguien con quien compartir una vocación a veces poco entendida en los pueblos, pues muchos dirían lo que lo que no da fruto no sirve. Pero a la abuela le gustaban las cosas hermosas; no podía remediarlo. A ratos, cada una en su idioma; otras veces con gestos, dibujos o con ayuda de Yaroslav, el nieto de Valentyna –que poco después de vivir aquí hablaba bien en idioma–, fueron afianzado su relación.

La amistad requiere más de gestos y hechos que de palabras, pensé mientras las observaba. Tampoco pude no pensar en Duarte, que había intercambiado su destino con gente como Valentyna. Ella estaba aquí, debajo de mi balcón y lejos de su casa, mientras él estaba allí, documentando lo que ocurría y lejos de mí. No habíamos hablado desde que me dejó en la puerta de casa; quizás lo nuestro había sido flor de un día. Pero al recordar la noche que pasamos juntos, un calor repentino me subió por las piernas hasta las mejillas.

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💛 Gracias por estar aquí.
Esto capítulos llegan un día antes porque me apetecía celebrar que Diana empieza a despertar… igual que esta historia.

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Sonia 💛




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