La vida se recompone en pequeños gestos.
Los días se me escapan entre los dedos y la bendita rutina me ha enseñado a ser feliz con lo pequeño. A abrir los ojos cada mañana y a respirar el olor a mar desde la ventana, incluso a disfrutar con las tareas domésticas más rudimentarias, ordenadas una detrás de la otra y deleitarme en el resultado: cortar unas flores para poner en la cocina, comer pan untado con mantequilla comprada fresca en el mercado, tomar chocolate caliente, las conversaciones de sobremesa con la avoa, volver a pintar, las tardes de café y paseo con Anna… Días perfectos por no salirse de la rutina, por no traerme disgustos ni contiendas. Días de pan y mantequilla. Y también días sin noticias de Duarte.
Tras varios meses viviendo en la casa de la avoa, este es el cómputo: tranquilidad de espíritu, cien por cien. Cajas abiertas, cero. Ilusión por hacer cosas, alguna, como pintar. Amigas, una, Anna, una locura de chica que vive en una casa cercana y a la que no se le puede decir que no. Ella es la responsable de los paseos de la tarde, de alguna salida nocturna y de que vuelva a sentir el gusanillo de la amistad y la necesidad de compartir sueños, pensamientos y, por qué no, cotilleos, que son parte de la sal de la vida en un pueblo.