El tren me llevaba hacia él. Sabía que estaría al final del camino, vivo o muerto. De cualquier manera, no podía permanecer estática en casa viendo las noticias y buscándolo en cada imagen, en cada reportaje.
A medida que avanzaba, el mundo que conocía se difuminaba y el sueño europeo de modernidad se teñía de tristeza y desgracia. Mucha gente cabizbaja con niños y maletas a rastras, y la omnipresencia militar en cada esquina, dejaban claro que ya no estaba en territorio amigo. A veces una delgada línea separa el mundo civilizado de la barbarie y, a estas alturas, ya no me importaba cruzarla. El tren avanzaba lento, casi vacío, porque todos recorrían el camino inverso al mío. Solo quedaban soldados que volvían de permiso y hombres y mujeres llegados de otras partes del mundo para unirse a la lucha. El resto huía, dejando atrás su pasado y parte de su presente.
Me pareció ver a la hija de Valentyna, pero por más que busqué entre la gente no volví a encontrarla, aunque sé que estaba allí. Ojalá hubiera podido conversar con ella; sé que le habría gustado saber de su madre y de sus hijos, de mi boca.
El tren se detiene en una estación que debe ser la mía, porque siento unas enormes ganas de bajar. Pero la puerta no se abre. Tiro con fuerza, la golpeo, intento que alguien me escuche , pero nadie parece percatarse de que esta es mi parada y de que necesito bajarme aquí y ahora. Cuando el tren parece a punto de ponerse en marcha, es Asha, desde el otro lado, quien consigue abrirme. Me mira como si quisiera decirme algo, pero pasa de largo sin detenerse, como si no me conociera.
Por fin estoy en el andén, que se extiende lóbrego y frío ante mí. A lo lejos distingo un grupo que parece una familia: madres, hijos, abuelas y varios bultos blancos en el suelo, como cadáveres. Junto a ellos, alguien hace fotografías. Está de espaldas y lleva un gorro negro para protegerse del viento, pero lo reconocería entre un millón. El espacio que nos separa es pequeño, pero por más que camino deprisa no logro alcanzarlo; es como avanzar a cámara lenta. Entonces, él se gira y sus impresionantes ojos azules me atrapan. No me pierden de vista mientras viene hacia mí. Esta vez sí: el espacio se acorta y, al llegar, me estrecha entre sus brazos. Me hundo en su pecho e inspiro su olor, pero tengo frío. Él está aún más frío, como si fuese de hielo, y un escalofrío me recorre el cuerpo de arriba abajo.
En ese momento me despierto.
La ventana, que había dejado cerrada, está abierta de par en par. Me doy cuenta de que no estoy en ningún tren. De que Duarte no está conmigo. Y de que, en realidad, no he vuelto a saber nada de él.
Tal vez sea el momento de pasar página.