La casa conservaba parte de su aspecto antiguo, aunque era evidente que había sido remodelada. Una reforma cuidadosa, en la que se había respetado lo anterior, y diferenciado lo nuevo, de modo que la piedra convivía con el hormigón y la madera con el hierro. El taller quedaba a un costado, con la puerta abierta. Atravesamos el camino de gravilla entre risas, porque Anna insistía en buscar zonas con la tierra removida, fiel a su teoría de las víctimas enterradas en el jardín, aunque la apariencia del lugar decía lo contrario: era un sitio realmente hermoso.
–El lugar es bien bonito. Un marco incomparable para un cañón de tío. ¿No te ha dicho tu abuela que las flores más hermosas son las más venenosas? Pues aquí tienes un buen ejemplo: este hombre debe ser letal.
–Calla, que nos va a oír –le dije, dándole un codazo cuando nos asomamos al enorme portón.
Dentro, la luz indirecta del ambiente contrastaba con la más potente al fondo del taller. Bajo ella estaba él: Ivo Vanni, en carne y hueso, trabajando la madera con unas gafas de protección que no lograban restarle atractivo.
–Dios, qué calor me ha entrado de repente –Anna se abanicaba mientras se partía de la risa.
–Anna, te voy a encerrar en casa. Calla, que vamos a parecer unas desquiciadas.
A pesar de que no hacía calor, él llevaba una camiseta negra que se ajustaba a sus brazos. Brazos fuertes, poderosos, que contrastaban con la suavidad con la que trataba la pieza que tenía entre las manos.
–Dios, ¡quién fuera tronco! –susurró Anna, quizá para mí, quizá para sí misma.
Tan entretenidas estábamos que no me di cuenta de que había parado ni de que se acercaba. Extendí la caja antes incluso de que me salieran las palabras.
–Es una caja de madera con un gran valor sentimental –balbuceé–. Me gustaría saber si es posible repararla.
La dejé sobre la mesa junto a la entrada. Él se acercó, serio como casi siempre, la tomó entre sus manos y la examinó en silencio.
–Es una caja victoriana de palisandro. Un objeto de coleccionista. No cierra bien porque ha recibido un golpe fuerte. Muy fuerte, de hecho; esta madera es extremadamente dura. Mira –señaló un relieve floral–, aquí falta un trozo. Algo podré hacer, pero no prometo nada.
–No tengo prisa –dije, agarrando a Anna del brazo para salir de allí con el corazón a mil.
–¿No te falta algo, bella? –preguntó, con la misma media sonrisa del primer día.
Era raro verlo sonreír. También era raro escucharlo: su voz grave, aterciopelada, con un deje italiano, no hacía más que acentuar su atractivo.
–Cierto –dije–. Tengo que darle un adelanto…
–No, basta con tu nombre y tu teléfono para avisarte cuando esté lista.
–Perdón, nos hemos encontrado tantas veces que di por hecho que sabíamos nuestros nombres.
–Diana, se llama Diana –intervino Anna–, y yo soy Anna. Yo soy de aquí, ella es de los Fontán de toda la vida… desde hace poco. Te podemos dar el teléfono de las dos, por si te cuesta localizarnos.
–¿No eres algo mayor para que te hayan adoptado a estas alturas? –preguntó, sin apartar su mirada de mí.
–Es una historia larga –dije, pellizcando a Anna–. ¿Le anoto el teléfono aquí?
–Claro – dijo mientras mantenía esa mirada que me hacía temblar las piernas– me alegro de lo que sea que te haya traído aquí.
Salimos de allí muy tiesas y dignas. A los pocos pasos, nos echamos a reír como dos crías.
–Le gustas a Don “me alegro de lo que sea que te haya traído aquí”. No me sorprendería que un día desaparecieras y encontráramos tu corazón dentro de esa caja. Si no quieres que te mate a ti, a mí no me importa sacrificarme. Si usa esas manos tan bien como cuando trabaja… habrá merecido la pena morir joven. Y del resto de sus atributos no hablemos. Como no me hacías caso, he tenido tiempo de escudriñarlo bien y ya te digo que este es un semental.
–Eres una loca sin remedio. Habla más bajo.
–Estás roja como una amapola. A ti te gusta el vampiro… –canturreó mientras bajábamos hacia el pueblo.