Tu nombre nunca termina

Capítulo 38. Maldita casualidad

Hay coincidencias que parecen suceder con una precisión sospechosa.

Los días siguen pasando con una lentitud reconfortante, y la rutina se ha convertido en mi mejor amiga. Me levanto temprano, recojo con la avoa, salgo a comprar y, a veces, desayuno en el establecimiento de la tía. Almuerzo, leo un rato y disfruto de la sobremesa con la avoa. Luego salimos a caminar, siempre las dos agarradas del brazo, y conversamos con las vecinas de vuelta a casa… Luego, cenar…

He adquirido la costumbre de salir a pasear después de la cena para conciliar mejor el sueño. A esa hora, la avoa ya no quiere acompañarme porque dice que el frío le cala en los huesos, así que salgo sola, como hoy. Me ajusto el cinturón del abrigo de lana que llevo y que es de mi madre, de cuando era joven. La abuela lo sacó del desván y lo adopté sin pensarlo. Es precioso: verde, suave y con ese olor a jabón y a lavanda que ella pone en todas las gavetas.

Aprieto el paso para que me dé tiempo de llegar a la playa del castillo y volver antes de que sea demasiado tarde. Me subo las solapas para protegerme del aire frío y sigo caminando. Pienso en mi madre y en el miedo que me da ahondar en sus cosas, porque intuyo que me va a doler acercarme a sus vivencias. La carta de la caja de pinturas ha sido un anticipo que aún estoy asimilando.

Sonrío al recordar que la avoa está empeñada en que suba a llevarle a nuestro vampiro un guiso y unas filloas. Según ella, un hombre solo lo agradecerá. Es cierto que cocina como los ángeles, pero a mí me da vergüenza ir. Me hace gracia imaginar cuando le diga a Anna que tenemos que subir; aunque ya me advirtió que el vampiro es “cosa mía” porque a ella no le van los tríos.

El sonido de una moto de gran cilindrada me saca de mis pensamientos. El conductor se sitúa a mi lado y apaga el motor. Me sobresalto. No puedo saber quién es con el casco puesto, pero cuando levanta la visera veo unos ojos azules inconfundibles.

–Tu abuela me ha dicho que te encontraría por aquí. ¿Cómo estás, Diana cazadora? ¿Sigues afiliada al sindicato del crimen?

No salgo de mi asombro y lo único que se me ocurre es acercarme para abrazarlo, pero, antes de que me dé cuenta, Duarte me está besando como si no hubiera un mañana. Cuando me separo de sus labios, voy a soltar la pregunta que llevo guardada desde hace semanas; sin embargo, muere en mi boca cuando, al otro lado de la calle, veo a mi vampiro, con esa presencia grande y silenciosa que siempre anuncia su llegada incluso antes de verlo. Levanta la vista y nuestras miradas se cruzan: un segundo exacto, afilado, en el que no hace falta acercarse para sentirlo. Después vuelve la vista al frente y acelera el paso, como si necesitara romper ese hilo invisible que acabamos de tensar.

–¿Vas a hacerme caso? Parece que has visto un fantasma –dice–. Me esperaba un recibimiento más efusivo. Te juro que he venido a verte según he puesto un pie en el aeropuerto.

–Tienes razón –le digo, acercándome para besarlo–. Te voy a dar el recibimiento que mereces, pero antes me tienes que contar en qué cueva has estado metido para no haber mandado ni siquiera un triste mensaje.

–Estoy aquí ahora. Eso es lo que importa –susurra–. Eso… y que tengo una habitación de hotel esperándonos. Te he echado de menos.




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