Tu nombre nunca termina

Capítulo 39. Abrir cajas, sacar recuerdos

Toda ausencia deja un rastro.

Hace días que Duarte se marchó. En realidad, solo se quedó aquella noche y se fue por la mañana, después de que desayunáramos juntos en la habitación. Ha sido raro, pero, al menos, pasamos un buen rato, intenso, como todos los momentos con Duarte. Me trajo un regalo, un colgante con forma de luna –por lo de la diosa Diana– y quiero pensar que significa algo. Me alegro de que haya venido y, para qué negarlo, el repaso que me dio aún me sube el pulso. Este hombre se prodiga poco, pero aprovecha cada instante; de eso doy fe. Juego un momento con la luna entre los dedos antes de volver a guardarla bajo el jersey. Me gusta sentirla ahí, como una señal de que, aunque se haya ido, todavía queda algo suyo conmigo.

Me encuentro con fuerzas y, por fin, he decidido que esta semana empezaré a abrir las cajas de mi madre. Llevaba tiempo dándole largas a esto porque no tenía muy claro qué podía encontrarme y si me haría daño, pero leer la carta que estaba escondida en la caja de pinturas ha hecho que le ponga voz, que se vuelva aún más presente en la casa y también en mis sueños. Cuanto más la leo, menos puedo comprender por qué alguien tan vital decidió que no podía seguir en este mundo. Es triste cómo se dirige a su yo del futuro y se da consejos, sabiendo cómo acabo todo. Quiero pensar que esos consejos son también para mí, que soy una extension suya.

Querida Teixa del futuro:

Te escribo esta carta para dejarte muy claras algunas cosas, como que jamás me cambiaré el color del pelo: es una advertencia. También quiero que me prometas que vas a esforzarte por disfrutar de todo.

Te informo, por si se te olvida, de que te encanta este sitio, que disfrutas subiendo a la colina, descansando junto al tejo del cementerio, rodeada por el bosque, y que no puedes vivir sin observar cómo el azul del mar lo tiñe todo. Es importante que recuerdes que te encantan las flores y los colores, todos los colores, y reírte, y comer galletas, y oír a la tata contando historias de fantasmas, y cuidar el jardín con mamá. Te recuerdo que todas esas cosas son un derecho que nadie te puede quitar y que está en tu mano que así sea. Hoy no puede ser, pero todo llegará y la vida será más fácil, más tranquila y más divertida, como cuando vives con la tata.

No lo olvides, Teixa, únicamente tú puedes conseguir que tu vida sea diferente.

Según la avoa, la vida con el abuelo no era fácil. Era un hombre complicado y no les dio una vida feliz. Es por eso que la abuela se mudó tras su muerte. La casa donde vivimos es la que heredó de su madre, pero nunca la disfrutó porque al abuelo no le gustaba: estaba demasiado cerca del cementerio.

La avoa Mariña no lo dudó y vendió la casa donde había vivido tantos años para mudarse aquí: el lugar en el que mi madre pasó gran parte de su infancia y de su juventud, allí donde ella y mi abuela fueron felices. Sé, por lo que me cuenta la avoa, que mi madre pasaba largas temporadas con su abuela, entre otras cosas porque la avoa la mandaba cuando las cosas se ponían feas.

Dejo la carta en el escritorio, junto a la caja de pinturas que no he utilizado desde que vino Duarte, y me pongo el abrigo. La abuela insiste en que es una vergüenza que no hayamos tenido un detalle con el hombre italiano, como ella lo llama. No en vano, ha restaurado un recuerdo muy importante para las dos.

Me miro al espejo y me pongo un poco de colorete y brillo en los labios. Casi puedo escuchar a Anna diciéndome: “Te estás arreglando para el vampiro”, mientras se parte de la risa, una vez más, a costa de mis historias que no llevan a ninguna parte. Por lo pronto, no ha podido acompañarme porque lleva varios días en Vigo con su hermana. No va a ser lo mismo subir sin ella, pero aún así cojo el bolso, me ajusto la bufanda y salgo. La luna de Duarte, fría y pequeña, golpea suavemente contra mi pecho a cada paso.




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