Tu nombre nunca termina

Capítulo 40. Caperucita y el lobo

Hay miradas que son un aviso… y otras que son una invitación.

La situación no podría parecerme más incómoda, porque este hombre me altera aunque me esfuerce por mantener la compostura. Sus miradas, su actitud –hosca a veces, otras sorprendentemente cercana–, me desconciertan. Y aún así, aquí estoy, con una canastilla a lo Caperucita llamando, a la puerta del lobo.

El taller está cerrado por lo que me aventuro a tocar en la puerta de la vivienda: un portón enorme de madera, faltaría más. Cuento hasta cinco; nadie acude. La avoa no podrá decir que no he cumplido. Si quiere, que congele el guiso, me digo, mientras me doy la vuelta para marcharme, acelerando el paso porque estoy muy, pero que muy nerviosa.

–¿Qué te trae por aquí, bella? –dice con esa cadencia suave de quien arrastra un acento que no acaba de irse–.

Me quedo clavada. A modo de respuesta extiendo la cesta como si fuese una niña pequeña, sintiendo cómo me sube la sangre a la cara. Socorro.

–Imagino que esto es para mí, ¿no es así? –dice mientras avanza por el caminito de gravilla y sujeta el asa que mantengo extendida. Al cogerla, me roza la mano y no me pasa desapercibida la electricidad que se produce al tocarme. Vaya. Va a ser verdad que Anna tenía razón y me gusta el vampiro, porque soy perfectamente consciente de que estoy sonriendo como una pánfila, colocándome el pelo detrás de la oreja de forma descaradamente coqueta.

–Sí… La avoa pensó que no estaba bien que no cobrara por su trabajo. Cocina de maravilla y… esto es solo un detalle.

–Seguro que me gusta. Dale las gracias. ¿Quieres pasar… o te está esperando el motorista, cara?

Dudo un segundo. No en vano llevamos semanas haciendo elucubraciones sobre los cadáveres que tendrá enterrados en el jardín y, aunque es un juego, queda el poso de la sospecha. Pero la curiosidad me puede.

–No necesito permiso para entrar en su casa, si es eso a lo que se refieres. Como ve, he podido llegar por mis propios medios. Y si va a ofrecerme algo calentito, no voy a decir que no.

Lo adelanto hacia la entrada con un arrojo que no sé de dónde sale.

Cruzo el umbral y ante mí se abre un mundo inesperado. El recibidor es enorme, diáfano, lleno de luz que entra por cristaleras estratégicamente colocadas, y hay verde en todas partes: plantas entre las estanterías repletas de libros y aquí y allá, llenándolo todo de vida. Si existe un lugar cerca del paraíso, es esta casa. Me sorprende que alguien que viste siempre de negro, tan taciturno, viva en un espacio tan luminoso. Si ha enterrado a alguien aquí, al menos lo ha hecho con gusto. Ojalá pudiera hacer una foto para enseñársela a Anna. No se lo creería ni en un millón de vidas.

–Creo que ya es momento de que me tutees. Te lo agradecería. Y ahora ven por aquí; la cocina está detrás.

Ajá, ahí está la trampa, pienso. Esto debe ser como esas flores carnívoras hermosas y coloridas que esperan a que la presa caiga como una pringada. Concretamente, esta pringada, que lo sigue…

La cocina es aún mejor: diáfana, con madera en techos y suelo mezclada con el blanco de los muebles.

Rueda una butaca para que me siente. Después, va a una vinoteca llena de botellas, elige una y, con una tranquilidad casi provocadora, me sirve una copa de vino tinto.

Si no fuera porque apenas nos conocemos, porque nunca había estado aquí y porque es la primera vez que estamos a solas, diría que es una situación de lo más informal.

–Es un vino del norte, de unos amigos. Confío en que te guste –me dice mientras mete el guiso en la nevera.

Observo cómo se mueve por la cocina con seguridad. Se nota que usa este espacio para más que calentar en el microondas. En nada ha puesto un poco de queso en una tabla y se sienta delante de mí. Da un sorbo, casi sonríe. Y yo … yo estoy violentísima, porque no sé qué decir ni qué hacer. Así que le doy un trago al vino, que es denso, rojísimo, sabe a cerezas y parece sangre. Otra vez pienso en Anna y me río por dentro.

Decido despedirme antes de seguir metiéndome en líos, pero cuando suelto una excusa y empiezo a levantarme, él estira la mano y me pide que me siente, Y claro, vuelvo a mi sitio más cortada aún.

–Por favor, no te vayas todavía. Me gustaría que te quedaras un momento más. Al menos hasta que termines el vino. Tengo curiosidad por tu historia, por la caja de pinturas y por la carta que me encontré dentro.

Vuelve a sonreír y, poco a poco, algo en mí se afloja. Su sonrisa tiene algo de melancolía, como si guardara memorias tristes y a veces se le escaparan sin querer. Le doy otro sorbo al vino pruebo el queso.

–Está rico, aunque no soy una entendida en vinos. ¿Es de la zona de donde vienes?

–De cerca. ¿Te ayudó la carta a encontrar lo que buscabas?

–¿Cómo sabes que busco algo?

–Todo el mundo busca algo.

–La carta es de mi madre, a la que no conocí. La escribió siendo adolescente. Tengo muy pocas cosas de ella… pero no me ha traumatizado, no te creas. Como no la conocí, no supe lo que era tenerla.

–Y aún así estás aquí, en este pueblo, restaurando su vieja caja de pinturas. Algo te importa. No está mal sentirse vulnerable por extrañar lo que te falta.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.