Hay lugares donde la ausencia y la presencia se confunden.
Hemos ido al cementerio como cada jueves. Es una costumbre que ya forma parte de mi rutina y que, pese a lo que pueda parecer, no tiene nada de lúgubre. Me gusta acompañar a la abuela.
Está muy cerca de casa, así que en algo más de diez minutos llegamos. La avoa lleva flores para todos: crisantemos para el abuelo, calas para la hermana de éste y para sus padres, y flores silvestres para mi madre. Limpia a conciencia las lápidas y murmura una oración. Mientras la observo, me pregunto qué haré el día en que tenga que venir a traerle flores a ella. Pido para mis adentros que sea dentro de mucho tiempo.
–No tengas miedo de este sitio. Los muertos no te harán daño.
–No tengo miedo, pero cuesta acostumbrarse a un lugar así y verlo con la familiaridad con que tú lo haces. Poco a poco lo voy consiguiendo, pero es a base de observarte.
–Cuando era una rapaza, me asustaba este sitio y siempre apretaba el paso para llegar pronto a casa. Mi madre hablaba del más allá como si fuera lo más normal del mundo, y eso tampoco ayudaba. Sin embargo, con los años la voy entendiendo mejor, porque cada vez siento más que no existe esa división tan clara entre vivos y muertos. Los que tienen que estar, están siempre. Al final, venir aquí es como hacer una visita: saludo a mis padres, hablo con tu abuelo y estoy con tu madre.
–Desde que estoy aquí la siento más presente, pero no deja de ser una lápida en un cementerio.
–No pienses en tu madre como en una tumba. Ella nos acompaña, pero es más probable que la encontremos fuera de estos muros. Ven, vamos a poner el último ramo.
La sigo hasta la parte del cementerio que se abre al bosque. Salimos por una cancela y caminamos por un sendero estrecho. Ya habíamos recorrido este camino otras veces, pero siempre pensé que la avoa quería enseñarme la zona o recoger las plantas medicinales que abundan aquí y de las que siempre acaba llevándose un ramillete.
Nos detenemos junto a un árbol que debe ser muy antiguo. Basta fijarse en el grosor del tronco, imposible de abarcar con mis brazos, y en las raíces retorcidas que se hunden con fuerza en la tierra.
–A tu madre la llamamos Teixa porque me puse de parto aquí, junto a este tejo, un día que vine con mi madre a recolectar plantas. Desde pequeña le encantaba este sitio y jugaba mucho por la zona cuando vivía con la tata. Eran temporadas largas, porque yo así lo prefería. Me gusta ponerle flores aquí porque las almas vuelven al lugar donde fueron felices. Por eso la sientes en la casa, y estoy segura de que aquí también.
Me siento apoyada en el tronco mientras la avoa recolecta plantas aquí y allá. Es un lugar de paz donde se escucha al aire acariciar las hojas. La vista es preciosa: el tejo se alza en la entrada del bosque, poblado de robles que ahora tienen las hojas amarillas. Hay muchas ya esparcidas por el suelo, anunciando el invierno.
La brisa se vuelve más intensa y, por un momento, creo oír un susurro. Es como si los robles quisieran contarme algo.