Crecer también es aprender a mirar a los ojos de la oscuridad.
Sigo abriendo cajas en el garaje. Es como excavar una misión arqueológica, pero sabiendo que todos los esqueletos que encuentre llevan mi ADN. Entre trapos y polvo aparecen algunos libros de pintura, y también novelas. Coloco todo con cuidado sobre la mesa: esto es lo que ella leía. Hay un poco de todo: láminas del Impresionismo, autores modernos, y varios cuadernos Moleskine gastados por las esquinas.
Al abrirlos, descubro apuntes sobre mezclas de colores, esbozos de dibujos –algunos coinciden con imágenes que ya he visto en las láminas– y, entre ellos, reflexiones y pensamientos, acompañados de pequeñas ilustraciones. Uno de los cuadernos está fechado. Lo abro.
3 de febrero
Hoy me he levantado bien. De pronto, todo es más brillante. He bajado un poco la medicación porque me abotarga y no puedo trabajar así; me deja sin inspiración. He salido a correr y he pasado por el parque. Qué paz me dan los robles que enmarcan el camino del puente. Me recuerdan tanto a casa. Se oían los pájaros entre las hojas verdes y me he sentado, apoyada en uno de los troncos. He mirado hacia arriba: el cielo azul entre las hojas me ha parecido el paraíso.
He vuelto a casa para pintarlo tal y como lo he sentido. Ni siquiera me he duchado: tengo cuatro horas antes de recoger a Diana en la guardería y necesito aprovecharlas. Estoy deseando enseñarle a Martín el resultado. Confío en que este último tratamiento le funcione; aún sueño con que podamos exponer juntos. Lo necesito.
Oigo la puerta y me extraña, Luis me dijo que estaría fuera todo el día, pero aparece apoyándose en el marco de la puerta del estudio. Por un instante, me mira como antes. Sonríe. Se acerca. Me besa con suavidad y observa el lienzo con las manos en los bolsillos. Le cuento que me vuelvo a sentir con energía, que todo ha surgido después de correr por el parque. Me he levantado para abrazarlo. Hace tanto que no hacemos el amor. Dice que huelo a sudor y se aparta porque tiene con prisa: solo ha venido a buscar unos papeles. Espero su opinión con ilusión, pero al final comenta que el cuadro “no está mal para colgarlo en una sala de espera”.
5 de abril
Hoy me encuentro tan mal que le he pedido el favor a Aurora de que se quede un rato con Diana. Ella, como siempre, se ha ofrecido a llevársela toda la tarde, aunque Luis ha llegado temprano y quizás podríamos haber hecho ese esfuerzo nosotros. Me siento muy débil.
Luis ha preparado la merienda y se ha sentado conmigo en el sofá. Ya le he perdonado los gritos y el puñetazo a la puerta cuando le conté que Martín y yo teníamos exposición conjunta. No entiendo por qué lo odia tanto.
Luego me ha dado un masaje en los pies y ha dicho que la exposición es una buena noticia, pero que me quitará tiempo para estar con la niña y que él no puede faltar al trabajo. Le he dicho que buscaremos la manera; son pocos días, solo hasta que esté montada.
Al final, ha aceptado pagar las horas extras en la guardería y me ha recordado que él costea todos mis caprichos. Si no hubiera dejado mi trabajo dando clases, tendría mi propio dinero; pero, según él, ser buena madre y trabajar a jornada completa es imposible.
8 de junio
El día ha sido maravilloso y la inauguración un éxito. Martín ha podido asistir, con respirador y acompañado de una enfermera. Tras la primera hora ya habíamos vendido una docena de cuadros. Estoy pletórica. Quizá lo del estudio-galería, ese sueño nuestro, tenga por fin forma. Abrazo a Diana y me paseo con ella en brazos por la galería mientras sigo despidiéndome de los invitados. En el coche, no puedo dejar de hablar, la emoción me desborda. Luis calla.
Le pregunto qué ocurre y responde que cómo se me ocurre vestirme así. Que parezco una fulana. Me miro: no veo nada fuera de lugar. Él insiste en que le avergonzaba cómo me miraban. De pronto, acelera, sin razón, y sigue aumentando la velocidad. Me callo. Por primera vez en mucho tiempo tengo miedo.
3 de octubre
El psiquiatra me ha pedido que retome el diario. La medicación me deja aturdida, pero dice que es normal. Intento recordar. Estoy tratando de ir al principio, al momento justo antes de que todo se volviese negro, y no he podido evitar pensar en el día de mi boda. El vestido blanco y corto cosido por mí en el altillo. El viaje en tren, ligera de equipaje para no levantar sospechas. Las pesadillas de la noche anterior: una voz parecida a la mía diciéndome que no cruzara el mar.
No la escuché, solo quería estar con Luis y si eso significaba mudarme a Madrid, lo haría. Luego llegó lo del traslado. Un ascenso para él, otro cambio para mí. Hoy estoy sentada a una mesa en un lugar que dicen que es mi casa, pero donde me sigo sintiendo una extraña, y una enorme masa de agua me separa de mi verdadero hogar. El hombre por el que dejé todo no está casi nunca –trabajo, trabajo, siempre trabajo– y, cuando está, es como si estuviera ausente. O con otra. Y Martín… Martín ya no está.
Quizá esta tristeza infinita que no se va, que no me deja querer bien ni cuidar a mi niña comenzó justo en el momento en que los planes cambiaron y crucé el mar, pero ya no hay remedio. No puedo volver. Mi familia no me perdona mi matrimonio. Me siento cansada. Es como respirar piedras de carbón.