Las páginas son de un sufrimiento abismal. A medida que avanzo, me encuentro con una mujer más asustada, más sola, más abatida. Está en tratamiento y se nota que lucha como puede. Habla sobre todo de mi padre y de mí, pero es evidente que había alguien más.
Voy muy despacio porque la lectura me atraviesa. Me deja tan vulnerable que, por un momento, solo deseo que Duarte me abrace. Lo llamo. La conversación es breve: está liado, tiene poca cobertura. Cuelgo con la sensación de estar aún más lejos de él, como si no pudiera alcanzarlo. Ni siquiera sé en qué lugar del mapa está ahora mismo.
Después de estos días empapados de tristeza ajena, decido abrir la casa de mi padre. Hay tantas pinturas de mi madre que duele tenerlas escondidas en un garaje. Tal vez pueda usar la casa para trabajar; sigo pintando, me calma, me ordena, me da paz.
No he pensado todavía en mi futuro profesional, pero dar clases de pintura o abrir una pequeña galería no me parece descabellado. Lo que sí tengo clarísimo es que no voy a volver a trabajar en un banco.
La última vez que vi a Duarte le hablé de la galería y me animó a intentarlo. Pero cuando le ofrecí ver el espacio antes de que se marchara, puso excusas y lo pospusimos para otro día.
A veces siento que, para él, soy como un juguete bonito: me viste, me lleva de un sitio a otro, me usa un rato y después me deja en la vitrina hasta que vuelve a acordarse y le entran ganas de jugar conmigo.