Estoy ante la casa que me dejó mi padre, que a su vez fue la casa que le dejó el suyo; la casa de mi abuela, la mujer que se casó con el novio de la hermana de mi abuelo materno. Ya se sabe: en mi familia, las historias de amor siempre venían con efectos secundarios.
No sólo he heredado el lugar, sino también su historia: una cadena de afectos torcidos y decisiones desafortunadas que, de algún modo, propició que mis padres se casaran a escondidas. Los amores clandestinos tienen esa intensidad que parece escrita para la tragedia.
¿Hubiese sido tan intenso el amor entre Romeo y Julieta si sus familias hubieran consentido? Nunca lo sabremos.
Tampoco yo sabré jamás si mis padres se hubieran casado de no ser por la desaprobación de mi abuelo materno.
Empujo la puerta y me golpea el olor a cerrado; sin embargo, al encender la luz descubro un espacio limpio, abierto, donde madera, piedra, forja y blanco conviven en armonía. Tenía razón la tía: mi padre la había reformado a conciencia. ¿Quizás con la idea de pasar temporadas? ¿Para que yo me acercara algún día a mis raíces? Ya nunca lo sabré.
Abro las persianas de madera y dejo que la luz de la mañana entre, cambiándolo todo. La planta baja es un único espacio, delimitado por vigas de hierro que delatan la eliminación de algunos muros. No hay muebles.
Solo un objeto rompe el vacío: una foto antigua, apoyada en la repisa de la chimenea.
En ella, unos recién casados posaban para el futuro.
Ella viste de negro, con un velo de encaje blanco enmarcándole el rostro. Sonríe, pero la imagen no transmite felicidad. Tal vez sea la rigidez de él: postura tensa, brazos bajos, el puño visiblemente cerrado.
–Son tus abuelos paternos –dice una voz a mi espalda.
Me giro. He dejado la puerta abierta sin darme cuenta.
Mi tía Uxía entra mirando la foto con ese gesto de quien carga un recuerdo pesado.
–Él se parece algo a mi padre… creo –comento, acercándome para ver la foto más de cerca.
–Puede ser. La sangre deja una huella más profunda de lo que imaginamos –suspira–. Ahí donde los ves, no fueron felices. Ni ellos ni nosotros. Eso pasa cuando alguien se casa obligado: él nunca la quiso, y ella sufrió mucho por ello. Ese fue su castigo.
–¿Castigo por qué? –pregunto, sosteniendo la fotografía. Hay algo en la imagen que me inquieta.
–Por obligarlo a casarse con ella –responde–. Y por haber causado la muerte de la única mujer a la que él quiso. Como verás, vienes de una familia complicada.
–Vaya… –murmuro, sin saber muy bien qué decir.
–Esa foto que tienes en la mano y la lápida de la hermana de tu abuelo marcaron la vida de todos. También la tuya, aunque aún no lo entiendas. Pero ya no hay vuelta atrás; pensar en ello no hará que nada cambie. Anda, acompáñame a la pastelería. Te pongo un chocolate caliente y me cuentas qué piensas hacer con esta casa donde vivimos tantas tristezas.