Un abrigo bien puede ser un refugio.
La abuela tiene muy mal aspecto. Mientras nos llevan en ambulancia al hospital, me agarra de la mano y con la mirada me pide tranquilidad, pero ¿cómo voy a estar tranquila? Dicen que es probable que sea una neumonía y, a su edad, eso es muy peligroso.
El trajín del hospital prueba que el mundo sigue girando, pero para mí se ha detenido justo en el segundo en que pensé que podía perderla. Estoy paralizada, incapaz de hacer o de pensar con claridad.
Marco varias veces a Duarte porque necesito escucharlo, pero todas las veces salta el contestador. Le dejo un mensaje. Nada.
No es culpa suya, es mía por necesitarlo. Aún así, me siento sola. Muy sola.
Anna está en Vigo, pero ya me ha llamado. Su optimismo, como siempre, me afloja un poco el pecho.
Vendrá cuando salga del curso.
Llamo a Branca y lloramos juntas por mi mala suerte, que amenaza con quitarme a una abuela que he disfrutado muy poco. Su voz me reconforta, pero está lejos.
Sé que no estoy sola… pero sentada aquí, con un pijama, un abrigo y unas deportivas, en una sala de espera que se vacía, me siento pequeñísima.
Y no encuentro consuelo en nada salvo en rezar, algo que no hago desde hace años. Acompañar a la avoa a misa era para mí turismo, no fe.
Aún así, lo intento.
Escogí a la Virgen de la Anunciación, patrona de nuestro pueblo. Entre mujeres, a veces es más fácil.
“Señora… ya sé cómo van esto de perder. Me he criado sin madre, ahora no tengo padre… No será por falta de práctica.
Sé que es ley de vida que la avoa se vaya, pero ¿no podrías esperar un poco? Hemos tenido tan poco tiempo. Te lo pido, por favor.
Te llevaste a mi madre… sí, ya sé que dirás que fue ella quien quiso irse, pero tú también has leído los diarios: necesitaba ayuda y no la tuvo.
No te lo reprocho.
Pero, por favor, salva a la avoa. Aún no ha llegado su hora. Le queda mucho por enseñarme.
No me doy cuenta, pero tengo la cara anegada de lágrimas. Me seco malamente, porque el frío del hospital y el llanto me han dejado la piel helada.
Una corriente fría me entra por la espalda cada vez que se abre la puerta automática. Me encojo dentro del abrigo.
Entonces siento una mano grande y cálida en el hombro. No cualquier mano. Una mano que cubre el hombro.
Levanto la vista.
Y ahí está él.
Ivo. Alto. Recio. Con esa presencia que llena el pasillo solo con estar parado.
Un abrigo mojado por la lluvia. Los hombros anchos. La mandíbula tensa. Y los ojos… esos ojos que, sin palabras, dicen: estoy aquí.
Y rompo a llorar. No con un llanto discreto: lloro como si se me hubiera roto algo por dentro.
–Si sigues sonándote en mi jersey –murmura con una voz baja que retumba en mí– voy a tener que cobrarte la tintorería, bella.
–Ya, lo siento. Es que estoy un poco agobiada.
–Lo sé. Tranquila –dice, bajando el tono aún más–. Vamos a confiar en que todo salga bien. Me roza la frente con el mentón.
–Estás congelada. No me extrañaría que tuviéramos que ingresarte a ti también, ya verás –bromea mientras me arropa con su abrigo, un abrigo demasiado grande, demasiado cálido–. Voy a buscar algo caliente.
–No… no te vayas. Quédate. No necesito nada.
Él se sienta a mi lado sin dudarlo. Me pasa un brazo por los hombros, me pega a él y empezamos a respirar juntos.
Poco a poco, el temblor se va.
Ivo huele a lluvia, a madera mojada, a hogar.
Todo en él es calma.
–¿Cómo supiste que estábamos aquí?– pregunto contra su pecho.
–No se hablaba de otra cosa en el supermercado.
Se encoge de hombros.
–No sabía si debía venir. Pensé que estarías acompañada, o que estorbaría. Pero no podía quedarme en casa. Por si acaso.
Me mira.
–¿Y ese novio tuyo?
–No lo localizo. Está fuera haciendo un reportaje. Llevo semanas que no sé nada de él.
Ivo me aprieta un poco más contra él. Su brazo es como una muralla.
–No lo entiendo, davvero que no –dice con el ceño fruncido–. Yo no te dejaría sola aunque para eso tuviera que cruzar medio mundo.
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Cierro por hoy, chicas. Menudo capítulo… y menudo él 👀
El miércoles seguimos.
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¡Feliz domingo! ✨