Y un día, la abuela volvió a ser dueña de sus pulmones. Había sido una semana dura, pero allí estaba, preparando la bolsa para volver a casa. La recuperación sería larga –ya se sabe cómo va esto de las vías respiratorias en los mayores–, pero volvíamos juntas. Eso era lo más importante.
Le pagué al taxista y ayudé a la avoa a bajarse del coche. Sabía que tenía muchas ganas de llegar, pero le pedí que caminara despacio. Aún estaba convaleciente y le faltaban las fuerzas.
Abrí la cancela y, al acercarnos al umbral, mil flores pequeñitas nos recibieron desde la entrada. La avoa se quedó inmóvil. Luego frunció el ceño y chasqueó la lengua.
–Flores para una vieja… –murmuró. Non se pensaran que me morrín.
Me dio la risa y fui a coger un pequeño sobre que asomaba entre uno de los ramos. Leí en voz alta la nota:
Siento no haber estado. Para as dúas. D.
–Es para darte la bienvenida a casa, avoa –le dije–. Duarte las encargó desde lejos. Creo que estaba en Israel ahora… o al menos lo estaba hace tres días, cuando hablamos.
La avoa tomó una de las flores diminutas, la olió y sonrió con esa media sonrisa que me dedicaba cuando quería decirme la verdad sin abofetearme con ella.
–Parvo que é…–dijo, medio riéndose–. As flores son moi bonitas, filla, pero xa sabes: quen chega tarde sempre trae algo que pagar.
Me dio un golpecito en el brazo, cómplice, bajando un poco la voz:
Y ahora, anda, déjame entrar en mi casa e dálle as grazas ao rapaz. E dile que veña un día comer con esta vella, que ainda non enterrou o pico.