Tu nombre nunca termina

Capítulo 52. Una bachata

Verano. La abuela ya está recuperada y sigo sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, piso tierra firme. Creo que empiezo a entender lo que significa estar en casa. He aprendido a disfrutar de lo sencillo: las charlas tranquilas, los paseos sin prisa, las lecturas en el jardín, que ahora está precioso… Nada sería igual sin la avoa; es como si ella impregnara de luz cada rincón. También ayuda Anna, con su energía imparable y esas ganas de vivir que te arrastran. Gracias a ella estoy aquí, probándome vestidos para salir a la verbena.

De Duarte sé poco desde hace semanas: algún mensaje, nada más. Intento no darle vueltas. Cuando vuelva a verlo –si vuelvo– ya decidiré qué hacemos con lo nuestro. Lo hemos pasado bien, pero me voy dando cuenta de que una historia a largo plazo sería… complicada.

Anna se planta unos vaqueros con un top verde esmeralda que le sienta a las mil maravillas; resalta su piel blanca y su pelo rubio. No soy objetiva, pero está espectacular. Yo elijo un vestido suelto en tonos tierra, un poco hippie, que realza el moreno que he cogido estos días entre el jardín y la playa. Pelo suelto sin artificios.

Nos tomamos unas cervezas con gente conocida y nos dejamos llevar por la música. El cuerpo va solo; el ambiente no puede ser más animado. Bailamos todas las canciones de moda que trae la orquesta y me siento ligera. Suena una bachata que está muy de moda y noto una mano en mi hombro. Veo cómo Anna abre los ojos como platos y sonríe.

Me giro.

Unos dedos se aferran a mi cintura y me encuentro con unos ojos negrísimos que conozco demasiado bien. Son pozo. Un aviso. Un peligro.

Voy a decir algo, pero no me deja. Me guía, Y yo lo sigo.

Bailamos. Todo fluye. Me sujeta con suavidad, pero con esa firmeza que se te mete debajo de la piel. El calor de su mano atraviesa la tela del vestido; me hace girar, trazar figuras que no sé cómo mi cuerpo reconoce. Es como bailar una coreografía que ya estaba dentro de mí.

Tarareamos la letra. Estamos tan cerca que podría apoyar mi cabeza en su pecho. En uno de los giros, su mano recorre mi costado para impulsarme y el contacto es largo, demasiado largo, y no quiero que termine.

–Estás arrebatadora, bella –me susurra al oído cuando acaba la canción.

Sus dedos índice y corazón resbalan por la palma de mi mano, una caricia que se estira hasta que el hilo invisible entre los dos se rompe y lo veo alejarse.

¿Este hombre no sabe quedarse quieto? ¿Dónde se va ahora?

–¿Desde cuándo los vampiros bailan así? ¡Saltaban chispas! –me grita Anna, rodeándome los hombros.

–Por lo visto, desde siempre– respondo, con el pulso todavía desbocado.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.