Algunas puertas abren por fuera. Otras, solo desde dentro.
Había seguido ordenando cajas, pero ninguna era realmente urgente. La verdad es que necesitaba un respiro, quizás una excusa. Cuando me quise dar cuenta, ya estaba subiendo la cuesta hacia la carpintería de Ivo, guiada más por la intuición que por una decisión.
Empujé la puerta del taller y él levantó la vista, sorprendido.
–¿Todo bien, bella?
–Tengo una caja grande en el garaje –dije, consciente de que sonaba menos natural de lo que pretendía–. La tapa está clavada y… no sé cómo abrirla.
Él dejó la herramienta que tenía en la mano y se acercó un poco, evaluando la situación en silencio.
–Para eso necesitas es una palanca– respondió al fin–. Puedo dejártela… pero, si quieres, voy y te ayudo a abrirla.
–No quería molestarte. Y para hacer palanca tampoco hace falta fuerza –respondí, mientras observaba la herramienta.
–¿Es tan difícil dejarte ayudar? –preguntó, levantando una ceja–. No te he pedido nada. Me lo has pedido tú. Así que, bella…di “gracias” y ya está.
Me dejó descolocada. Sus ojos rasgados me miraban sin reproche, pero con algo que me atravesaba igual. Y lo peor es que tenía razón.
–No estoy acostumbrada a pedir ayuda– admití, bajando la voz–. No ha sido por hacerte un feo. Lo he dicho sin pensar. Perdona.
¿A qué había venido, si no? Me había inventado una excusa absurda para verlo y, ahora que estaba delante, me ponía a la defensiva. Ivo me sostuvo la mirada un segundo que se me hizo muy largo. Y entonces apareció su sonrisa franca, esa que siempre me desarma. Me quitó la herramienta con suavidad y caminó hacia la puerta.
–Dile a Anna que ya sabes con qué abro la tapa de mi ataúd cada noche –soltó sin darse la vuelta.
–¿Cómo sabes que jugamos a imaginar que eres un vampiro?
–Es lo que tiene ser un no muerto –respondió–. Y también ayuda que Anna hable alto…
Llegamos a casa. Toqué antes de entrar para avisar a la avoa; no todos los días teníamos este tipo de visita. La avoa apareció desde la cocina con el delantal puesto y un paño entre las manos. Al ver a Ivo, se recolocó el delantal y se llevó la mano al pelo como si quisiera darle forma.
–Diana, filla, podías ter avisado de que iamos ter visita.
–Señora– dijo él cercándose sin dudar–, ahora entiendo de dónde viene la belleza a Diana.
Le estampó un beso suave en la mejilla. La avoa se sonrojó. Yo sentí una punzadita absurda: a mí no me había besado nunca.
–Lo siento, avoa. Fue improvisado. Solo vamos a coger las llaves del garaje. Ivo me va ayudar a abrir la caja grande de mamá –añadí bajando la voz porque aún me costaba pronunciar ese mamá sin que algo se me moviera dentro.
Cogí las llaves, pero la avoa nos corto el paso.
–De eso nada, si este rapaz te ayuda, convídalo a cenar. En media hora poño la mesa.
No había margen para discutir. Así que nos encaminamos al garaje para aprovechar el tiempo antes de la cena. En nada, Ivo desclavó uno de los laterales con maña y fuerza medida. Lo ayudé a retirar la tabla, tan grande que casi le llegaba al hombro.
Después, todo fue amarillo.
Un cuadro enorme de hojas amarillas, otoñales, brillantes, que se arremolinaban alrededor de una figura, apareció ante nuestras miradas. Era espectacular, pero no menos que el segundo y el tercero. Todos con las mismas hojas, girando en espiral a veces bajo un cielo azul; otras, sobre un cielo negro…En un lugar que conocía demasiado bien.
El puente.
El puente por el que yo había cruzado mil veces temiéndome a mí misma. El puente desde el que casi salté. El puente que era una herida con barandillas.
–Es hermoso, Diana. Veramente magnífico.
–Todo lo hermosa que puede ser una tumba – respondí sin apartar la vista–. Parece un sitio idílico, ¿verdad? Las hojas volando, el cielo limpio…
Pues ella se tiró desde ese puente cuando yo no había cumplido dos años. No sé si había hojas, pero sí te puedo decir que mi padre tuvo que reconocer el cuerpo mientras yo estaba con la vecina.
Y he tenido que pasar por allí toda mi vida pensando todas y cada una de las veces que eligió esa salida en lugar de quedarse conmigo.
Se quedó serio, mirándome no sé si con pena o con asombro. Dudo que fuera consciente de que jamás me había sincerado tanto con nadie. Ese era el efecto que él producía.
Con cuidado, colocó de nuevo la tapa de la caja y la cerró.
Basta por hoy –dijo con una suavidad nueva–. Andiamo a probar la cena de la tua nonna. Ha sido un día largo.
Tiró de mi mano.
Salimos del garaje.
La llave giró detrás de nosotros con un clic que, por primera vez, no sonó a cierre sino a tregua.