–Mira, nena, ese mozo… ai, non sei, non me fai boa espina. É coma herba do campo: non ten raíces nin creo que nunca as teña.
La abuela me habla en gallego cuando lo hace en tono de confidencia. Es una costumbre que tiene de la que no creo que sea consciente.
–¿Tú crees?
–É un rapaz ben parecido y lisonxeiro, pero non é home de casar. Tempo ao tempo. Tú no te empeñes mucho.
–Tanto como casarnos… avoa, por favor. Ni siquiera me lo he planteado. ¿No vas un poco rápido? Además, ya la gente no se casa. Quizás todo sea cuestión de organizarnos.
–E cando pasen os anos, ¿qué vas facer, filla? Ser a noiva eterna, esperando ao mariñeiro. No quiero que seas como las mozas que se quedan mirando al mar, esperando un barco que nunca chega.
–Avoa, ¿eres consciente de que cuando hablas de temas delicados pasas del español al gallego igual que quien pasa agua de un vaso a otro?
–Porque en mi época pensábamos y sentíamos en gallego, pero nos expresábamos en castellano porque la lengua de la casa no era bien vista. Tú eres mi casa ahora, así que lo que mi lengua suelta sale directo del corazón y de la cabeza, sin intermediarios. Xa ves, filla, a túa avoa aquí, sempre preocupada por ti.
Siguió con sus crucigramas, cómoda en su sillón, piernas en alto., como si la conversación se hubiese cerrado sola. Y quizá sí: tampoco tenía mucho que objetar.
Duarte venía cuando venía, sin avisar, pasaba uno o dos días y se marchaba. La última vez incluso se quedó en casa porque ella nos insistió: hai stio dabondo, non vaiades gastar nun hotel.
Creo que lo hizo para observarlo de cerca. Y, por lo que parece, no pasó la prueba con nota. Aunque no tengo queja de sus interacciones conmigo. Como siempre, en eso no fallaba.