Para romper la magia, basta con darse la vuelta.
Después de la visita de Duarte, Ivo no había dado señales de vida. Y lo entendía, en parte. Tampoco estábamos tan cerca como para reclamarle nada. Él tenía su mundo y yo el mío, y solo habíamos quedado para ir a una exposición a La Coruña. Aún así, me apenó dejarlo tirado. Quería disculparme. O eso me repetía. La verdad era más simple: quería verlo.
Sin pensármelo dos veces, bajé al garaje y cogí el taburete que él había señalado días atrás, cuando me ayudo a abrir las cajas de mi madre. Me dijo que no lo tirara, que restaurado sería una joya.
Me pareció la excusa perfecta. Un encargo. Nada más.
¿No era carpintero? ¿Qué tenía de malo hacerle un encargo?
El corazón me latía fuerte cuando llegué a lo alto del camino. Parte por la cuesta, parte porque volver a verlo me desbarataba.
Pude vislumbrar la puerta del taller abierta. El sonido grave de una máquina llenaba el aire. Me asomé.
Ivo estaba al fondo, inclinado sobre la madera. Pantalones de trabajo, una camiseta sin mangas, tatuajes negros trepándole por los brazos. La luz le rozaba la piel sudada y la volvía casi dorada. Había firmeza en sus manos, pero también una delicadeza que no era fácil de ver en un hombre como él.
Me quedé mirándolo demasiado tiempo.
Por un momento, me imaginé siendo la pieza que sostenía. La forma en que la trataba. La paciencia. Suspiré, y me odié un poco por ello.
Él levantó la vista y, al verme, apagó la máquina.
–Hola, bella. ¿Tu novio te ha dejado tiempo libre para hacer visitas?
–Mi novio no controla lo que hago –respondí, intentando sonar neutra–. Venía a hacerte un encargo. Pero si estás ocupado, me marcho.
–Puedo arreglarte el taburete, claro. Ya te lo dije. Incluso, si no recuerdo mal, me ofrecí a llevármelo aquel día, pero tú no quisiste. Dijiste que no valía la pena.
–Ahora creo que sí la vale. Lo necesito para el taller. ¿Acaso no se puede cambiar de opinión?
–Claro que se puede –dijo, acercándose demasiado.
Me quitó el taburete con suavidad. Sentí su cercanía. El aire se volvió espeso. Su olor –madera, sudor, algo cálido– me rodeó.
Había algo en su tono: no rabia, sino una herida que no quería mostrarme.
–Puedo arreglarlo, no te quepa duda… En cuanto al resto… Basta. No tengo tiempo para esto.
Sus palabras me invitaban a marcharme, pero su cuerpo cálido y tan cercano me pedía a gritos que me quedara.
Aún así, la magia se rompió: se dio la vuelta y se perdió en el fondo del taller, mientras yo lo miraba alejarse como quien se despide de un barco en la orilla.