Seis o siete,
la agenda marcaría después
con tu tinta, una carita triste.
Todavía el mundo
no se había ido a la mierda,
aunque iba ya cuesta abajo.
Era otra vida.
Los pocos libros
no llegaban ni al armario,
lo más arreglado que tenía,
una camisa rosa con rayajos.
Aquella música hoy es mítica.
Tú traías una sonrisa
puesta encima del vestido negro,
la cara de toda una niña.
Dos, más bien tres,
fotos mal echadas
parecen aún escupirme
por todo lo que vendría.
Una, haciéndote hueco,
que se convertiría en abismo,
por todo mi pecho.
El ron oscuro,
la noche estrellada.
Un callejón, con dos salidas,
y un cobarde pintándose ‘gilipollas’
en la frente.
Sin atreverse a dar el paso.
Y luego, lo que todo el mundo sabe,
lo que siempre pasa en tales ocasiones.
Ella que se va al descampado de atrás,
con el de los robustos hombros
que besos le había robado
con anterioridad.
Él, que se tiene que marchar,
resoplando en la cama,
pensando que la suerte empieza a doler
como si fuera un puñal.
Ve su futuro, la soledad,
plasmada en la eternidad.
Un mensaje acortado
que se aprendió de memoria,
casi puedo recitarlo aún.
Y así se pudo dormir.
Y ahí se juró ser.
Quitarse la capa de invisibilidad.
Llegar a ser.
Poseer.
Sus sueños convertir.
Para que, al morir,
pueda recordar el seis,
o el siete,
y decir: gané, aunque perdí.