Ya llevaba varios días de clase cuando te conocí.
Las chicas mencionaban
que entre los más guapos del colegio estabas.
Cotilleaban y actuaban
como adolescentes cuando hablaban de ti.
No les prestaba mucha atención,
me reía porque divertido me parecía .
Ya sabes, el chisme.
Creía que exageraban, pero no.
Yo era la equivocada.
Pasaste junto a mí,
tu mochila colgada en un hombro
y tu laptop en el otro brazo,
dejando una estela de aroma
a limpio y fresco a tu paso.
Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano
para no seguirte con la mirada.
Mis amigas te escaneaban
sin tapujos y sin vergüenza.
Pero, yo no era como ellas.
Giré mi rostro, orgullosa e indiferente,
como experta en las artes del póker.
Sin percatarme que por dentro
mi corazón latía desenfrenadamente.
Poco duró mi proeza,
pues escuché una risa al final del pasillo.
No sabía que eras tú
hasta que alcé la mirada
y pude contemplar tu sonrisa, anonadada.
Tu amigo te había aventado una pelota,
en su intento de hacerte una broma.
Como pudiste lo interceptaste,
pero el balón corrió hasta encontrarme.
Fue ahí cuando nos conocimos.
Cuando tus ojos se posaron en los míos.
Justo el momento en que nos vimos.
Nuestras miradas se cruzaron en ese instante,
en medio de todo el ajetreo estudiantil.
Me quedé sin palabras
al percatarme de tu mirada,
hasta podría jurar que todo
se detuvo en ese milisegundo,
que un silencio magistral se postró en el lugar.
Apenado te acercaste
y murmuraste un "lo siento".
Revolviste tu cabello
en un tierno gesto
que luego aprendí
hacías por nerviosismo,
y me sonreíste con el afán
de romper con nuestra ligera incomodidad.
Sin embargo,
no era incomodidad lo que sentía,
debo confesarte que,
por primera vez en la vida,
las palabras se esfumaron
e incapaz fui concentrarme
y una respuesta inteligente articularte.
Así que te sonreí de vuelta,
o más bien creo que manifesté
una extraña mueca.
Nunca te pregunté.
Ya no lo podré saber.