El reflejo que le devolvía el espejo era el de un sueño.
Liah se observó, su figura de 1.65 envuelta en metros de seda blanca y encaje delicado. Su cabello castaño, una cascada que le llegaba hasta las cadera había sido semirrecogido con perlas diminutas, enmarcando un rostro iluminado por la felicidad. Sus ojos, de ese particular tono verde grisáceo, brillaban con una emoción que le hacía temblar las manos.
—Estás perfecta, Liah. Absolutamente perfecta —dijo Isabella, su mejor amiga, de pie detrás de ella.
Isabella, quien también era la dama de honor, le acomodó el velo con manos expertas. Sus ojos, sin embargo, no reflejaban la misma alegría. Había una tensión febril en ellos, un brillo que Liah, en su burbuja de felicidad, confundió con nerviosismo de amiga.
—Estoy tan... ¿Es normal sentir que el corazón va a salirse del pecho? —rio Liah, girándose para abrazar a su amiga.
—Totalmente normal —respondió Isabella, devolviéndole el abrazo con demasiada fuerza—. Solo... respira. Hoy es tu día. El día que siempre has querido.
En otra ala de la majestuosa catedral, Maximo se ajustaba las mancuernillas de su esmoquin. A diferencia de Liah, él no estaba nervioso. Estaba impaciente. Cada segundo que pasaba era un segundo más sin verla.
Se miró al espejo. El "Magnate de Hielo" se había derretido por completo. El hombre que le devolvía la mirada tenía los ojos azules encendidos, cálidos por la anticipación. Hoy, ataría su vida a la única persona que lo había visto como un hombre y no como un imperio.
Un golpe discreto sonó en la puerta de la sacristía.
—Adelante.
Uno de los asistentes de su madre, un hombre que Maximo apenas reconoció, entró con paso rápido. Llevaba un sobre grueso de color marfil.
—Señor Maximo. Disculpe la interrupción.
—¿Qué es esto? Estoy a punto de salir.
—De parte de la señora Victoria. Dijo que era absolutamente urgente que lo viera antes de la ceremonia.
Maximo frunció el ceño. ¿Su madre? ¿Ahora?
Con un gesto de fastidio, tomó el sobre y lo abrió.
Lo primero que vio fue una foto. Y el mundo se detuvo.
No era posible. Era Liah. Su Liah. Su cabello castaño inconfundible, esparcido sobre una almohada que no era la de ellos. Sus ojos verde grisáceo, cerrados en un supuesto éxtasis. Y un hombre, un desconocido, sobre ella.
Sacó el resto. Una tras otra. Fotos explícitas, innegables, tomadas desde ángulos que no dejaban lugar a dudas.
El aire fue succionado de sus pulmones. El calor de sus ojos azules se extinguió, reemplazado instantáneamente por un vacío ártico. El hombre que se había descongelado, el hombre del Capítulo 1, murió en ese instante.
Sus manos, grandes y fuertes, comenzaron a temblar. No de tristeza. De una rabia tan pura y helada que quemaba.
—¿Señor? —preguntó el asistente, nervioso al ver el cambio en su rostro.
—Largo —siseó Maximo, su voz irreconocible.
El asistente huyó. Maximo se quedó solo. Miró la última foto: Liah, aparentemente dormida, desnuda, junto al hombre que sonreía a la cámara.
Sintió el sabor de la bilis. "Me enseñaste a sentir", le había dicho él. "Tú me hablas como si fuera un hombre".
Y ella se había reído de él. Se había burlado de su vulnerabilidad. La mujer por la que había bajado la guardia era igual que todas. No, era peor.
Dobló las fotos y las guardó en el bolsillo interior de su chaqueta. Su rostro, cuando salió de la sacristía, era el del Magnate de Hielo. Una máscara de granito.
La música nupcial comenzó a sonar.
Liah tomó aire, entrelazó su brazo con el de su padre y las grandes puertas de la catedral se abrieron.
La caminata fue un sueño borroso. Vio cientos de rostros sonrientes, sintió el aroma de miles de orquídeas blancas que Maximo había mandado a poner. Vio a Victoria, en primera fila, secándose una lágrima falsa.
Pero solo tenía ojos para él.
Estaba allí, al final del pasillo. Su torre de 1.98 m, imponente en su esmoquin negro.
Pero no le sonreía.
Mientras Liah se acercaba, la pequeña burbuja de felicidad comenzó a agrietarse. Él no la miraba como en la gala. No la miraba como en París. Sus ojos azules estaban fijos en ella, sí, pero estaban muertos. Estaban fríos.
El pánico, sutil al principio, comenzó a trepar por su garganta.
¿Qué pasa?
Su padre la entregó. La mano de Maximo, cuando tomó la de ella, no estaba cálida. Estaba helada y la sujetó con una fuerza que casi le dolió.
Llegaron al altar. La música se detuvo.
—Maximo... —susurró ella, confundida.
Él no la miró.
El sacerdote comenzó:
—Estamos reunidos hoy, ante los ojos de Dios, para unir a este hombre y a esta mujer en santo matrimonio...
—Deténgase.
La voz de Maximo cortó el aire como un látigo. Era fría, sin emoción, lo que la hacía aún más aterradora.
Los invitados murmuraron. El sacerdote parpadeó.
—Maximo, ¿qué pasa? —preguntó Liah, el pánico ahora sí ahogándola.
Él se giró lentamente hacia ella. La calidez por la que ella se enamoró había desaparecido, reemplazada por un desprecio que la congeló en el sitio.
—Durante meses —dijo Maximo, su voz resonando en el silencio de la iglesia—, todos me dijeron que estaba cambiando. Que me estaba volviendo blando. Que estaba dejando de ser yo…
—Y yo no les creí. Pensaba que el sentimiento era real... que tú... valías la pena.
Sus ojos azules, ahora tormentosos, se clavaron en Liah.
Sacó el sobre con las fotografías de su chaqueta.
—Pero un hombre como yo—continuó, su voz subiendo de tono—, no puede permitirse ser un idiota por mucho tiempo.
—Maximo, explícate bien no entiendo... —sollozó Liah, retrocediendo un paso.
—¡Oh, sí lo entiendes!
Y en un movimiento rápido y brutal, arrojó las fotos al suelo, justo sobre la cola de su vestido blanco. Las imágenes explícitas quedaron a la vista de las primeras filas.
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Editado: 18.11.2025