Tu ruina

El hielo y la llama

El Gran Salón del Hotel Beaumont era un mar de susurros caros y poder palpable. Candelabros de cristal lloraban luz sobre hombres en esmóquines impecables y mujeres que parecían esculpidas en seda y diamantes. Era la Gala Anual de Inversiones, un evento donde se forjaban y destruían imperios con un apretón de manos.

Liah, con sus veintitrés años, se sentía como una pieza de arte bien vestida, acompañando a sus padres, dueños de un próspero conglomerado de tecnología. Su vestido, de un tono esmeralda profundo que hacía brillar sus ojos verde grisáceo, era elegante, pero ella se sentía inquieta. Apretó la mano contra la cascada de su cabello castaño, que había insistido en llevar suelto, desafiando las normas de los recogidos severos que la rodeaban.

—Ahí está —susurró su padre, con un toque de reverencia.

Liah siguió su mirada.

Y entonces lo vio.

No era un hombre, era un evento. Maximo. Con su 1.98 m de altura, era una torre de poder en un traje hecho a medida que parecía forjado sobre su cuerpo. Cabello oscuro, facciones duras, y una presencia que absorbía el oxígeno de la sala. Era el dueño de Imperium Global, la empresa más temida y prestigiosa del país. Le llamaban "El Magnate de Hielo", un hombre que, a sus treinta y pocos años, solo entendía el lenguaje de las cifras y la victoria.

Estaba rodeado por un círculo de hombres mayores que asentían a cada una de sus escasas palabras. Su rostro era una máscara de control absoluto.

Y junto a Liah, su mejor amiga, Isabella, soltó un suspiro casi imperceptible.

—Dios mío —murmuró Isabella—, es incluso más impresionante en persona.

Isabella, quien había insistido en venir con Liah y sus padres, lo miraba con una codicia apenas disimulada.

De repente, como si sintiera el peso de las miradas, Maximo levantó la vista. Sus ojos, de un azul tan intenso que parecían antinaturales, barrieron la sala con una indiferencia helada. Pasaron sobre políticos, sobre actrices, sobre Isabella... y entonces, se detuvieron.

Se clavaron en Liah.

El mundo de Liah se redujo a la distancia entre ellos. Cien metros de mármol y multitudes desaparecieron. No la miró como a las demás. No la evaluó. Simplemente... la vio. Liah sintió una descarga eléctrica que le erizó la piel.

Maximo frunció el ceño, un gesto mínimo, casi imperceptible. Estaba acostumbrado a que las mujeres lo miraran con adulación, miedo o deseo. Pero los ojos verde grisáceo de Liah lo miraban con... curiosidad. Sin artificios.

En la mesa principal, Victoria, la madre de Maximo, una mujer elegante con la calidez de un reptil, observaba a su hijo. Vio cómo su postura cambiaba, cómo esa rigidez de acero se concentraba en un punto de la sala. Siguió su mirada y vio a Liah. Una chica "simple", pensó Victoria con desdén. Bonita, sí, pero sin la dureza necesaria para su mundo. Victoria sonrió. Maximo se aburriría de ella en cinco minutos.

Pero Maximo no se aburrió.

Para el horror de su madre y la sorpresa de todos, Maximo interrumpió al senador que le hablaba a mitad de una frase.

—Disculpen —dijo, su voz profunda y sin inflexiones.

Y comenzó a caminar.

No se desvió. Atravesó el salón con la precisión de un depredador. La multitud se abrió para él. Isabella se enderezó, ahuecando su cabello, pensando que él se dirigía a su grupo, quizás a su padre.

Maximo se detuvo frente a Liah. Su sombra la cubrió por completo. Tuvo que alzar la vista considerablemente para mirarlo a los ojos.

—Señorita —dijo, y su voz, aunque fría, vibró solo para ella—. No tengo el placer de conocerla.

El padre de Liah intervino rápidamente, presentando a la familia. Isabella se adelantó.

—¡Un placer, señor! Soy Isabella, la mejor amiga de Liah.

Maximo le dio a Isabella una mirada tan breve que fue un insulto. Sus ojos volvieron a Liah.

—Liah —repitió él, probando el nombre—. Un nombre suave para una mirada tan directa.

Liah tragó saliva.

—Y el suyo es... intimidante. Para una mirada tan controlada, señor Maximo.

Una chispa de algo –¿diversión?– brilló en esos ojos azules. Él, el hombre que no sonreía, sintió la comisura de sus labios tensarse.

Esa noche, no se separó de ella. Victoria observaba desde lejos, su desdén convirtiéndose en una alarma fría. Su hijo, su hijo congelado, el que ella había moldeado para ser implacable, estaba sonriéndole a esa... niñata. Estaba descongelando su corazón, y eso lo hacía débil. Eso era inaceptable.

El amor que surgió después no fue un incendio lento; fue una explosión.

Maximo, el hombre que solo enviaba memorandos, le envió mil orquídeas blancas al día siguiente. No había tarjeta, solo la flor.

La cortejó con la misma intensidad implacable que usaba para sus negocios. Alquiló restaurantes enteros solo para cenar con ella sin interrupciones. La llevó en su jet privado a París solo para ver el amanecer. Pero Liah no se enamoró de eso.

Se enamoró del hombre que, en su tercera cita, la escuchó hablar de su pasión por la arquitectura de jardines durante dos horas sin mirar el teléfono. Se enamoró de la forma en que su pulgar rozaba su mejilla cuando pensaba que ella no miraba. Y, sobre todo, se enamoró de la vulnerabilidad que le mostró una noche lluviosa.

Estaban en su ático, mirando la tormenta.

—Nadie me había hablado así antes —le confesó él, su voz ronca, mientras jugaba con un mechón del cabello castaño de Liah—. Todos me hablan como si fuera un... concepto. Un banco. Tú me hablas como si fuera un hombre.

—Es que eres un hombre, Maximo —susurró ella.

Y él la besó. Fue un beso que derritió el hielo que él había construido a su alrededor durante una década.

Mientras tanto, Liah le contaba todo a Isabella.

—¡Isa, es increíble! Es tan tierno cuando estamos solos...

Isabella sonreía y la abrazaba.

—¡Estoy tan feliz por ti, Liah! ¡Te mereces esto!

Pero cada palabra de felicidad de Liah era una astilla de veneno en el corazón de Isabella. El hombre que ella había deseado, el hombre que ni siquiera la vio, estaba adorando a la chica que siempre lo había tenido todo.




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