Tu ruina

Las máscaras caen

El frío del mármol fue lo primero que Liah sintió. Luego, el olor. Una mezcla abrumadora de lirios blancos y el perfume de su madre. Voces ahogadas, como si estuviera bajo el agua.

—...mi niña, Liah, despierta... —Escuchaba a su madre entre sollozos

Abrió los ojos de golpe. No estaba en el pasillo. Estaba en la sacristía; alguien la había movido del centro de la humillación. Su madre, Elena, le acariciaba la frente, con los ojos rojos de llorar. A su lado, su padre, Richard, estaba de pie, con la mandíbula tan apretada que parecía tallada en piedra.

Y a pocos metros, Isabella. Su "mejor amiga". La miraba con una expresión extraña, indescifrable.

El recuerdo la golpeó con la fuerza de un tren. Las fotos. El grito de Maximo. Su espalda desapareciendo por las puertas.

—No... —gimió Liah, intentando incorporarse. El vestido de novia, ahora arrugado y sucio en el dobladillo, se sentía como un sudario—. Maximo... ¿Dónde está?

—Se fue, Liah —dijo su padre, su voz dura, controlada—. Y no vamos a hablar de ese hombre.

—Papá, las fotos... —sollozó Liah, aferrándose al brazo de su madre—. Te lo juro... yo no... yo nunca...

—Shhh, mi amor, lo sabemos —la interrumpió Elena, abrazándola con fuerza—. Te conocemos. Eres nuestra hija. Eres hija única y te hemos visto crecer. Eres incapaz de dañar a una mosca, mucho menos de hacer algo así.

—Ese hombre es un bastardo —gruñó Richard, dándole la espalda al altar, incapaz de mirar la escena de la boda fallida—. ¡Humillarte de esa manera! ¡Públicamente!

—Richard, por favor... —empezó Elena.

—No, Elena. ¡Tiene que oírlo! —la voz de su padre se alzó, llena de una furia protectora—. Si ese hombre te hubiera valorado un solo segundo, si de verdad te hubiera amado como decía, te habría llevado a un lado. Te habría exigido una explicación en privado. ¡Te habría gritado en privado! ¡Pero te habría dado el beneficio de la duda! ¡No te habría arrojado a los lobos de esa forma! ¡No te merecía, Liah! ¡Nunca te mereció!

El apoyo incondicional de sus padres fue un bálsamo en la herida abierta, pero Liah seguía mirando a Isabella, buscando desesperadamente otra aliada.

—Isa... ¿tú me crees, verdad? Tú estuviste conmigo en la despedida, explícame qué pasó ese día…

Isabella, que había permanecido en silencio, soltó una risa seca, carente de humor.

—No puedo creer que estes siguiendo con este jueguito estúpido—dijo Isabella, su voz ya no era la de la amiga preocupada. Era fría. Ácida.

Elena se giró.

—Isabella, por favor, Liah no está en condiciones...

—¡No! —la cortó Isabella, dando un paso al frente—. ¡Estoy harta de esto! ¡Vi las fotos, Liah! ¡Todos las vimos! ¿Cómo pudiste?

—Isa, te lo juro...

—¡Cállate! ¡Era Maximo! ¡El hombre que te adoraba! —la voz de Isabella temblaba con una furia justa que Liah nunca había escuchado—. ¿Y te atreviste a fingir conmigo todo este tiempo? ¿Hacerme cómplice de tu felicidad sabiendo lo que hacías?

—¿Qué... qué estás diciendo? —susurró Liah, el veneno en la voz de su amiga la golpeó con fuerza.

—¡Eras mi mejor amiga y me mentiste en la cara! ¡Nos mentiste a todos! —Isabella estaba ahora temblando de rabia—. ¿Por quién? ¿Valió la pena revolcarte con otro? ¡Eres una cualquiera, Liah! ¡Eres una... !

—¡Basta! —rugió Richard, dando un paso amenazante hacia ella—. ¡Sal de aquí! ¡Ahora mismo!

Isabella lo miró con desprecio.

—Con gusto —escupió las palabras—. No pienso quedarme aquí a fingir que esto no pasó. Eres una decepción, Liah.

En ese preciso momento, la puerta de la sacristía se abrió. Era Victoria, la madre de Maximo. Su rostro era una máscara de tragedia griega, pero sus ojos, al ver a Liah en el suelo, brillaron con disgusto.

—Isabella. Vámonos —ordenó Victoria, ignorando por completo a Liah y a sus padres—. No hay nada que hacer aquí con esta gente que no tiene lealtad

Isabella ni siquiera miró a Liah. No dijo adiós. Simplemente se enderezó, se alisó el vestido de dama de honor y caminó con paso firme, saliendo de la sacristía detrás de Victoria. Las dos mujeres desaparecieron juntas por el pasillo.

El silencio que dejaron fue ensordedor.

Liah se quedó mirando la puerta por donde su "mejor amiga" acababa de irse, aliada con la mujer que siempre la había despreciado. La segunda traición fue, en cierto modo, más profunda que la primera. Maximo había actuado por dolor y engaño. Isabella había actuado por pura maldad.

Se rompió.

El llanto que brotó de ella ya no era de shock. Era un llanto desgarrador, de pérdida absoluta. Su padre la levantó del suelo, tomándola en brazos como cuando era una niña, mientras su madre recogía el velo abandonado.

Estaba devastada. Pero mientras su padre la sacaba de la catedral por una puerta lateral, lejos de los invitados que aún murmuraban, Liah lo supo.

No estaba sola.




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