Tu ruina

El regreso del hielo

MAXIMO

La puerta de la catedral se cerró tras de mí con un estruendo sordo que hizo eco en mi cráneo.

Silencio.

Estaba de vuelta en el coche nupcial. Un puto Rolls-Royce blanco con lazos de seda en las manijas. En la hielera de caoba, una botella de champán de cuarenta mil dólares sudaba, esperando celebrar la mentira.

Mi chófer me miraba por el retrovisor, con los ojos anchos por el pánico.

—¿Señor? ¿La... la recepción?

—Conduzca —dije, mi voz era un gruñido bajo.

—¿A dónde, señor?

—Lejos de aquí.

Me arranqué el ridículo clavel blanco de la solapa y lo arrojé al suelo. El aroma de la flor me dio náuseas.

Las imágenes ardían en mi retina. Liah. Su rostro en esa almohada. Su cabello castaño. El cuerpo de otro hombre. Y luego su rostro en el altar. Esos ojos verde grisáceo mirándome con falsa inocencia, con la audacia de llevar un vestido blanco.

«¡Es una mentira!», había gritado ella.

Mentira. Todo era una mentira.

«Me enseñaste a sentir», le había dicho yo.

«Es que eres un hombre, Maximo», me había susurrado ella.

¡Qué idiota! ¡Qué monumental y patético idiota!

"El Magnate de Hielo". Así me llamaban. Tenían razón. El hielo es seguro. El hielo es fuerte. El hielo no se rompe; solo se agrieta y vuelve a congelarse, más duro que antes. Y el corazón que esa mujer había logrado descongelar... ahora era permafrost.

Golpeé el separador de cristal.

—Al ático. Ahora.

El ático estaba oscuro. La servidumbre tenía el día libre para la "celebración". Mejor. No quería ver sus caras de lástima.

Entré y el silencio me golpeó. Era el lugar que había comprado para nosotros. Cada mueble, cada cuadro, lo había aprobado ella. Su toque estaba en todas partes. Su aroma parecía colgar en el aire.

Fui directo al bar. Ignoré el champán y saqué el whisky más fuerte que tenía. Serví un vaso, dos, tres dedos. Me lo bebí de un trago. El licor quemó mi garganta, pero no pudo tocar el frío que se extendía en mi pecho.

Me quité la chaqueta del esmoquin y la arrojé al suelo. La corbata de moño. Los gemelos.

Me miré en el espejo de la barra.

El hombre que me devolvía la mirada era un extraño. Pálido, con los ojos azules inyectados en sangre. El hombre que se había arrodillado. El hombre que había temblado al ponerle el anillo.

Saqué las fotos del bolsillo.

Tenía que verlas de nuevo. Necesitaba que el veneno siguiera ardiendo, para que matara cualquier rastro de dolor.

Las extendí sobre la barra de mármol.

Ella. Ella. Ella.

Cada ángulo era una puñalada. Tan real. Malditamente real. ¿En qué momento? ¿En la despedida de soltera de la que Isabella la había traído "tan borracha"? ¿Había sido todo una farsa?

«¡No te merecía, Liah! ¡Nunca te mereció!».

La voz del padre de Liah, Richard, resonó en mi cabeza. La había escuchado gritar mientras yo me iba.

Claro que sus padres la defenderían. Eran tan ciegos como yo.

Un recuerdo. Liah riendo en el jardín de la azotea, con su largo cabello castaño brillando al sol.

«Siempre te amaré, Maximo. Solo a ti».

—¡Mentirosa!

Estrellé el vaso vacío contra la pared. El cristal explotó en mil pedazos, igual que la estúpida fantasía que había construido.

No sentí dolor. Solo rabia. Una rabia fría, calculadora. Ella no solo me había traicionado. Me había humillado. Había humillado el nombre de mi familia frente a toda la alta sociedad.

El intercomunicador sonó, estridente en el silencio.

—¿Qué? —espeté.

—Señor Maximo... —era la voz del conserje, temblando—. Su madre, la señora Victoria, y... una señorita Isabella están aquí. Insisten en subir.

Por supuesto que sí. Mi madre, la única que siempre me advirtió. Y... Isabella. La amiga traicionada.

—Que suban.

Me serví otro trago. Cuando las puertas del ascensor privado se abrieron, yo ya era hielo.

Mi madre entró primero, su rostro una máscara de perfecta preocupación. Detrás de ella, Isabella, con el vestido de dama de honor arrugado y los ojos hinchados de llorar.

—Hijo mío —dijo mi madre, acercándose como si yo fuera a romperme—. Qué horror... qué...

—¿Tú lo sabías? —la corté, mi voz plana.

Mi madre pareció ofendida.

—¡Claro que no! Maximo, ese sobre... me lo dio un asistente. Dijo que era anónimo, que era vital. Pensé que era una amenaza de negocios... Jamás...

Miré a Isabella. Ella no podía encontrar mi mirada.

—Isabella.

Ella levantó la vista, y nuevas lágrimas brotaron.

—Maximo... yo... no puedo creerlo. Liah... era mi mejor amiga... —su voz se rompió—. ¿Cómo pudo hacernos esto? ¿Cómo pudo mentirme así?

Su dolor se sentía real. Reflejaba el mío. La única otra persona en el mundo que entendía la profundidad de la traición de Liah.

Asentí lentamente.

—Lo sé.

—Ella... ella me mintió a mí también —sollozó Isabella—. Todos esos meses...

Mi madre puso una mano en el hombro de Isabella.

—Ya, querida. Las dos hemos sido engañadas por ella.

Las miré a las dos. Mi madre, que siempre me protegió. Isabella, la única que vio la verdad.

Me giré, dándoles la espalda, y miré por el ventanal que cubría toda la pared. La ciudad se extendía bajo mis pies. Mi ciudad. Mi imperio. El lugar donde yo ponía las reglas.

—Quiero que se encarguen de la prensa —dije, mi voz no dejando lugar a réplica—. Que emitan un comunicado. "La boda ha sido cancelada por diferencias irreconciliables". No quiero filtraciones. No quiero escándalos.

—Por supuesto, hijo —dijo mi madre.

—Y quiero que desaparezca.

El silencio se apoderó de la sala.

—Maximo... —susurró Isabella.

—Quiero que Liah desaparezca de mi vida. De mis empresas. De esta ciudad. Si su familia tiene algún contrato con Imperium, cancélalo. Si deben dinero, cóbralo. Voy a borrarla.

Me di la vuelta. Mis ojos azules se encontraron con los de mi madre. Ella entendió. El hielo había vuelto.




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