MAXIMO
La sentí marcharse. Su aroma, una mezcla discreta de jazmín y algo que olía a acero y café fuerte, se disipó lentamente en el aire, pero la sensación de su presencia quedó, como la vibración después de una explosión.
Me quedé allí, en el centro de un corrillo de murmullos, con la mandíbula tan apretada que me dolía la cabeza. Mi puño, que había apretado inconscientemente, estaba empapado en sudor.
«Estoy cobrando».
Esa frase. Dicha con esa voz baja, sin el rastro de súplica o dolor que yo recordaba. Dicha con esa sonrisa fría y terrible.
—¡Maximo, por Dios! ¡No te quedes ahí! —siseó mi madre, Victoria, tirando de mi brazo con desesperación.
—¿La viste, Maximo? —Isabella estaba histérica, su voz aguda y cortante—. ¡Se atrevió a llamarme mueble! ¡Esa zorra! ¿Y por qué no le dijiste nada? ¿Por qué la dejaste hablar de esa forma?
Me giré hacia ellos. No los vi. Solo vi las dos caras que me habían aconsejado que la destruyera.
—Cállate —dije, mi voz era un gruñido bajo.
—¿Qué has dicho? —preguntó Isabella.
—¡Que te calles! —rugí. El sonido fue brutal, haciendo que varios invitados en un radio de tres metros se encogieran.
Isabella dio un respingo, y por primera vez, la vi asustada, no solo por la situación, sino por mí.
—Pero... Max...
—Ella tiene su cabello suelto —dije, sin verlos, mi mente reviviendo la imagen de esa cascada castaña cayendo sobre los hombros, liberada, salvaje—. Su jodido cabello.
Mi madre intentó tomar mi brazo, su preocupación era ahora genuina.
—Hijo, tranquilízate. Está jugando. Es una rata, Maximo.
—¡Una rata que está comprando Atlas! —escupí, por fin articulando el miedo que me quemaba el estómago. Atlas era mi cadena de suministro. Sin Atlas, mi división de construcción se paralizaba en seis meses.
—¡Es imposible! —gritó Isabella, recuperándose—. Esa estúpida empresa Rinaldi no tiene el capital para una adquisición de ese nivel. ¡Esa es la fachada del europeo!
—¡Lo sé! —rugí, volviéndome hacia mi madre—. ¡Pero ella es la cara! ¡Ella es el ataque personal! Ella está allí ahora, hablando con Atlas.
—Entonces ve y destrúyela. ¡Ahora mismo! —ordenó mi madre, con la voz templada por el pánico—. Ve y recuerda a Atlas con quién están tratando. ¡Recuerda a todos con quién está tratando ella!
Me quedé quieto. Recordar a Atlas. Recordar a todos.
El problema era que, si iba y la atacaba, me pondría a su nivel. Me rebajaría al nivel de la escena de la boda. Necesitaba ser el Magnate de Hielo. Frío. Calculador.
Me alejé de ellos y caminé hacia una terraza exterior. El aire nocturno me azotó el rostro.
Maximo contra Dimitri Kovacs. Ese era el juego en la superficie.
Maximo contra Liah. Ese era el juego real.
Ella había entendido perfectamente dónde me dolía. Me había atacado en mi honor (haciendo negocios donde yo la había prohibido) y en mi imperio (cortando mis suministros). Había usado mi rabia para forjarse una armadura.
Saqué mi teléfono y marqué el número del jefe de Operaciones de Imperium.
—Quiero un informe completo de la familia Atlas. Quiero sus deudas, sus debilidades, su estado de ánimo. ¡Todo! Y quiero que me consigas una reunión con el patriarca mañana por la mañana. Que vea la diferencia entre la insolencia de una niña y el poder real.
Colgué y marqué el número de mi abogado corporativo.
—Quiero que me prepares una oferta de adquisición por Atlas. Una oferta que nos dé el control total. Duplica el valor del mercado. Si es necesario, triplícalo. ¡Ahora!
Terminé la llamada, sintiendo un leve hormigueo, la adrenalina corriendo por mis venas. Este era el viejo Maximo. El que usaba dinero como un arma.
Pero había algo más. Algo que me taladraba el cerebro y que no tenía nada que ver con Acero Atlas.
Me recordé a mí mismo por qué la odiaba: Ella es una traidora, una mentirosa, una zorra codiciosa que me humilló.
Pero, mi mente traicionera solo podía verla en ese vestido borgoña. Su cabello suelto. Sus ojos que ya no me miraban con amor, sino con el fuego del resentimiento. Ella era una adversaria digna. Ella era... increíble.
—Maximo.
Isabella había salido a la terraza, su rostro ahora más calmado, con una sonrisa forzada.
—Entiendo que estás molesto. Pero ella es una distracción. Mírame a mí —se acercó y puso sus brazos alrededor de mi cuello. Sus labios estaban listos para besarme.
—Quítate —dije, mi voz era un susurro peligroso.
—¿Qué?
—¡Quítate de encima, Isabella!
La aparté con tanta brusquedad que tropezó contra la barandilla.
—¡Maximo! —chilló, las lágrimas asomando a sus ojos.
—¡No eres ella! —rugí, mirándola por fin. La miré de arriba abajo, con los ojos llenos de rabia y disgusto—. ¡No eres ella! ¡Ella está allí dentro, luchando por lo que cree, y tú estás aquí, llorando porque no te prestan atención! ¡Vete a casa! ¡Vete a casa y no me vuelvas a llamar hasta que no tengas un plan para destruirla!
Isabella se fue, sollozando histéricamente, corriendo a buscar refugio en mi madre.
Me quedé solo.
Miré hacia la ventana donde Liah, la chica que yo había quemado y creído extinta, estaba negociando su primer golpe.
El problema no era que Liah quisiera mi ruina.
El problema era que yo había subestimado el fuego de la mujer que había encendido.
Y ahora, por primera vez, Maximo sintió que quería algo más que la victoria. Quería a Liah. Quería su furia. Quería su rendición. Y, de alguna forma retorcida y obsesiva, sentía que ella aún me pertenecía. Y no iba a permitir que Dimitri Kovacs se la llevara.
El juego había escalado. Ya no era un negocio. Era la guerra. Y esta vez, no habría perdón.
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Editado: 18.11.2025