Tu ruina

El asiento en la mesa

MAXIMO

La furia era una droga. Una droga que no sentía con esa intensidad desde la universidad. Pero esto era distinto. Esto era personal, visceral.

Dejé el salón de la Cámara de Comercio como un huracán. Necesitaba quemar la rabia que Liah había inyectado en mi sangre. Cada paso era una maldición.

Llegué a la torre de Imperium. La sala de reuniones de la planta noventa era mi centro de mando. A la una de la mañana, mi equipo legal, financiero y de inteligencia estaba despierto, esperando.

Victoria e Isabella llegaron minutos después. Mi madre, con su habitual frialdad. Isabella, histérica, su maquillaje corrido por el llanto.

—¡Maximo, por Dios! ¡No te quedes ahí! —siseó mi madre—. Hay que parar esto. Está dañando la imagen.

—Ella es el daño a la imagen —dije, mi voz era hielo puro.

Isabella se acercó, la única que se atrevía a tocarme.

—Maximo, ¡la odio! ¡Debemos destruirla!

—Tú no tienes voz aquí, Isabella —dije, apartándola de mí con un movimiento brusco que la hizo tropezar. Ella era un mero consuelo, una distracción tolerada; nada más.

—¡Atlas tiene un preacuerdo con nosotros! —dije a mi equipo, golpeando la mesa. Era el punto clave—. El patriarca, Silas Atlas, lleva meses queriendo liquidez.

—Señor, esa liquidez es cara —dijo mi abogado—. La oferta de Kovacs es agresiva.

—Quiero una reunión con el patriarca Atlas. Mañana a primera hora —dije, mirando a mi madre.

—Ya estoy en ello, hijo —respondió Victoria, con su rostro endurecido—. Le ofrezco una participación. No un acuerdo de proveedor; una participación real en Imperium.

—Y la oferta de adquisición por Atlas —dije, mirando a mi abogado. La obsesión me guiaba—. Quiero que se doble. Si Kovacs ofrece veinte, yo ofrezco cuarenta. ¡Ahora!

Mi equipo asintió, acostumbrado a mis movimientos de fuerza bruta. Pero en mi mente, no era solo por Atlas. Era por Liah.

El caos duró cuarenta y ocho horas. Maximo había desatado su poder financiero con una rapidez nunca antes vista. Doblamos la oferta por Acero Atlas. Habíamos ganado.

Me recliné en mi silla, sintiendo una amarga satisfacción. Atlas era mío. Liah había fracasado.

El intercomunicador sonó.

—Señor, el director de Asuntos Legales de Imperium está aquí. Con él, la señorita Rinaldi y... el señor Kovacs.

Mi sangre se congeló.

—Que entre mi abogado.

Mi abogado corporativo entró solo, pálido.

—Señor Maximo, tenemos un problema. Un problema serio.

—Atlas ha aceptado mi oferta. ¿Cuál es el problema?

—El problema es nuestro. Hace veinticuatro horas, el señor Kovacs ejecutó un call option por el 15% de nuestras acciones clase A.

Me levanté de golpe.

—¡Eso es imposible! El porcentaje está disperso.

—No lo está. Kovacs tenía agentes de compra durante tres años. Tenía derecho. La transacción fue legal. No tiene control, pero... tiene una voz. Y un asiento en la junta.

—¿Y qué tiene que ver Rinaldi con esto? —rugí, mi furia quemándome el rostro.

—El contrato de transferencia de acciones está a nombre de Rinaldi-Kovacs, señor. Y la representación de la junta...

El abogado se detuvo, sin atreverse a decirlo.

—¡Habla! —le ordené.

—La señora Victoria ha recibido una notificación formal. La señorita Liah Rinaldi tiene derecho a asistir a todas las reuniones de la junta directiva de Imperium Global como representante de su participación. Ella... ella está aquí para ejercer ese derecho.

El golpe fue más profundo que la traición de la boda. Ella no solo había sobrevivido; ahora estaba sentada en mi imperio.

Las puertas de mi oficina se abrieron. Liah entró primero, seguida por Dimitri Kovacs.

Su traje sastre era inmaculado. Su cabello castaño caía suelto, una declaración de guerra. Sus ojos verde grisáceo se clavaron en mí. Estaban llenos de odio y de una determinación inquebrantable.

Ella no había ganado Atlas, pero había comprado un asiento en el infierno.

—Maximo —dijo Liah, con una frialdad cortante—. Es un placer verte.

La miré. La rabia que sentí fue monumental. La asco por el supuesto engaño, por la mujer que me había humillado, me llenó la garganta. Pero debajo de todo eso, el deseo era una punzada brutal en mi vientre. Era la mujer más hermosa, más peligrosa y más prohibida que había conocido.

—Rinaldi —dije, mi voz era un gruñido.

Dimitri se paró a su lado, con su sonrisa depredadora.

—Espero que esta alianza corporativa sea... productiva.

Yo sabía la verdad sobre mí. Aparte de Isabella, había tenido otras amantes. Pero todas eran pálidas imitaciones de la mujer que tenía enfrente. La única mujer que seguía obsesionando mis sueños, la única cuyo rostro veía cuando cerraba los ojos, era Liah.

Y Liah. Ella me odiaba. Pero yo sabía que, muy en el fondo de su corazón, el hombre al que amó en aquel jardín seguía existiendo. Esa debilidad era lo único que me quedaba para destruirla.

—El placer es todo mío, Dimitri —dije, forzando una sonrisa fría—. Siéntense. Tenemos que discutir los nuevos estatutos de mi empresa.

El juego acababa de cambiar.




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