LIAH
El sonido de la puerta del despacho de Maximo cerrándose detrás de mí resonó como un gong. No era la sala de juntas, sino su oficina privada. Un acto de intimidación.
—El placer es todo mío, Dimitri —dijo Maximo, forzando una sonrisa fría—. Siéntense. Tenemos que discutir los nuevos estatutos de mi empresa.
Mi empresa. La ironía me picó la lengua, pero no dije nada. Dimitri y yo nos sentamos en las sillas de cuero frente a su inmenso escritorio de caoba. Mi corazón latía con una cadencia pesada, amortiguada por la adrenalina, pero latía.
Lo miré. Después de tres años de solo ver su rostro en reportajes financieros, de intentar borrar cada una de sus facciones de mi memoria, lo tenía a menos de tres metros.
Y sí. Seguía igual.
Maximo era un hombre tallado para la brutalidad y la belleza. El traje oscuro enmarcaba su figura de 1.98 m, haciéndolo parecer la personificación del poder. Su cabello oscuro, sus ojos azules… Esos ojos. Eran más fríos que antes, más duros, llenos de una rabia palpable que no se molestaba en ocultar.
Pero a pesar del hielo que lo cubría, era el mismo hombre hermoso que me había enamorado. El mismo que me había idiotizado. El mismo que me había hecho creer que yo era la única.
¡Cállate! Me ordenó la parte lógica de mi cerebro. ¡Es el monstruo que arrojó las fotos en tu vestido de novia!
Pero el recuerdo era una corriente subterránea que luchaba contra el dique de mi odio. Recordé la calidez de su mano en mi mejilla, la suavidad de esos labios. Sentí una punzada de dolor tan aguda que me obligó a concentrarme en su corbata de seda.
—Las notificaciones han sido entregadas —dije, mi voz era profesional, distante, sin una pizca de la emoción que me quemaba por dentro—. Rinaldi-Kovacs es ahora un accionista mayoritario del 15%. La próxima reunión de la junta es en dos semanas. Como representante principal, asistiré.
Maximo se reclinó en su silla, mirándome con una intensidad que casi era física. Sentí que me desnudaba, no con lujuria, sino con la necesidad de encontrar la fisura en mi armadura.
—La junta de Imperium no es un juego de niños, Rinaldi —dijo, usando mi apellido como un recordatorio de la distancia—. Aquí no se debaten contratos de morralla regional.
—Sé leer balances, Maximo —repliqué, y la confrontación directa me dio la fuerza que necesitaba—. Y sé que si su cadena de suministro se paraliza, su valor de mercado caerá. Es por eso que estoy aquí. Para proteger mi inversión.
Dimitri intervino, su acento eslavo suave pero firme.
—Liah no está aquí para jugar, Maximo. Ella ha venido a estabilizar. A diferencia de lo que usted le hizo a su empresa, nosotros no buscamos la ruina total. Solo buscamos orden y beneficio mutuo.
Mentira. Ambos sabíamos que buscábamos el dolor.
Maximo rió, un sonido hueco y seco.
—¿Beneficio mutuo? Es fascinante cómo la traición de la cama se traduce ahora en hipocresía corporativa.
El golpe fue intencional, buscaba mi debilidad emocional. Pero yo estaba lista.
—Fascinante, sí —dije, sosteniendo su mirada sin pestañear—. Pero la hipocresía de la cama, Maximo, es la base de su relación con Isabella. Yo estoy aquí por negocios. No me confunda con sus asuntos privados.
El golpe dio en el blanco. Su rostro se oscureció y un músculo saltó en su mandíbula. El recuerdo de Isabella, su "mueble", era la primera grieta en su control.
—El tema aquí no es mi vida privada —siseó.
—Sí lo es —repliqué, bajando la voz. Fui más allá de la máscara, apuntando al hombre que aún estaba escondido—. Porque su vida privada afectó directamente a mi vida pública y a la estabilidad de mi familia. Y por eso, usted y yo tenemos una deuda que saldar.
El silencio fue pesado. Dimitri nos observaba como si estuviéramos jugando al ajedrez, esperando la jugada de la reina.
Maximo se inclinó sobre su escritorio, su cuerpo imponente ahora solo a centímetros de mí.
—Lo que usted saldará, Liah, es una derrota total. Nadie, y lo digo en serio, nadie se sienta en mi mesa a menos que yo lo autorice. Y yo, solo veo a una mujer que está siendo usada como peón por un hombre que no se atreve a enfrentarme.
Mi corazón se apretó ante la acusación. Era verdad, pero dolía. Dolía que, después de todo, él todavía me viera como un títere.
—Usted me ve como un peón —dije, sintiendo cómo el odio se solidificaba en mis venas—. Pero a diferencia de su prometida, yo sé jugar la partida. Y para su información, Maximo, yo no estoy a la venta. Ni mi lealtad, ni mis acciones, ni mi... corazón. Eso ya lo probó usted una vez, y el precio fue demasiado alto.
Me levanté, obligándolo a levantar la vista.
—Nos vemos en dos semanas, en la sala de juntas de su empresa. Sugiero que estudie sus defensas, Magnate de Hielo. La temperatura en esta sala acaba de bajar considerablemente.
Me di la vuelta y caminé hacia la puerta, sintiendo el peso de su obsesión hirviendo en mi espalda. Dimitri me siguió con una sonrisa.
Al salir, mi cerebro gritaba victoria por haberlo confrontado. Pero mi corazón, mi estúpido y traidor corazón, aún recordaba al hombre que me había enamorado y me había idiotizado. Y el fantasma de ese amor era la debilidad que tenía que matar si quería ganar la guerra.
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Editado: 18.11.2025