LIAH
Las oficinas de Inversiones Rinaldi, la empresa de mi padre, siempre me habían parecido un lugar tranquilo, casi solemne. El aroma a café de grano y madera pulida. El suave murmullo de los teclados.
Ahora, olía a miedo y a café quemado de madrugada. Era nuestro cuarto de guerra.
Habían pasado tres semanas desde la boda. Tres semanas en las que había cambiado los vestidos de seda por trajes de chaqueta y las sábanas de mi cama por hojas de cálculo que no tenían sentido. Dormía cuatro horas por noche, si tenía suerte. El dolor sordo en mi pecho seguía ahí, pero ya no era parálisis. Era combustible.
Entré en la sala de juntas. Mi padre, Richard, estaba de pie frente al gran ventanal, su figura, antes tan erguida, ahora encorvada. Mi madre, Elena, estaba sentada a la mesa, con una taza de té intacta frente a ella.
—Buenos días —dije, mi voz sonando más firme de lo que me sentía. Dejé mi maletín sobre la mesa con un golpe seco.
—Liah, cariño. No deberías estar aquí tan temprano —dijo mi madre, sus ojos llenos de esa preocupación que me partía el alma.
—Debería haberme unido a la empresa hace años, mamá. Quizás si lo hubiera hecho...
—Esto no es tu culpa —cortó mi padre, su voz ronca. Se giró, y vi las ojeras bajo sus ojos. Parecía haber envejecido diez años—. Acaba de llamar Kenshin Tech. Se retiran del proyecto.
El aire salió de mis pulmones. Kenshin Tech era nuestro socio más antiguo.
—¿Qué? ¡Pero si teníamos un contrato firmado! ¡Una cláusula de penalización millonaria!
—A Maximo no le importó —dijo mi padre, dejando caer una carta sobre la mesa—. Les ofreció un acuerdo con Imperium Global que cubre la penalización y les da el doble de ganancias. Y les recordó sutilmente que nosotros ya no somos... —tragó saliva— una inversión segura.
—Básicamente, les dijo que o saltaban del barco o él los hundía con nosotros —dije, mi voz volviéndose puro hielo.
Mi padre se pasó las manos por el cabello.
—Liah, esto es... es demasiado. Es Maximo. Es Imperium Global. No podemos luchar contra ese monstruo. Estamos acabados. Se sentó pesadamente, enterrando el rostro entre las manos.
—Richard, por el amor de Dios... —susurró mi madre.
—¡Es la verdad, Elena! ¡Nos está aniquilando! ¡Nos está cazando!
Hubo un silencio denso, lleno de derrota. El sonido de mi madre sorbiendo por la nariz. El tic-tac del reloj en la pared, marcando los segundos de nuestra ruina.
Cerré mi portátil. El clic agudo cortó el silencio.
—No —dije.
Mi padre levantó la vista.
—Liah, sé realista...
—No, papá. Tú sé realista —me puse de pie y caminé hacia la pizarra blanca—. Maximo está atacando nuestros pilares. Kenshin, Osaka, el banco... Todos son gigantes. Él está acostumbrado a luchar contra gigantes.
—Y nosotros somos enanos a su lado, ¿es eso? —resopló mi padre.
—Somos diferentes —repliqué—. Él cree que si derriba nuestros cuatro pilares, el techo se caerá. Está equivocado.
Me giré hacia él, sintiendo ese fuego frío que había nacido en mi habitación días atrás.
—Dame la lista de todos los clientes pequeños y medianos que hemos descuidado estos años. Los que Kenshin y los demás consideraban "morralla". Los que apenas mirábamos porque no daban millones.
Mi padre me miró confundido.
—¿Los clientes locales? ¿Los distribuidores regionales? Liah, esas cuentas no pagan ni la nómina de este mes.
—No ahora —dije, tomando un marcador—. Pero no están en el radar de Maximo. Él solo ve imperios. No ve a la gente común. Está en su ático de cristal moviendo millones. Yo voy a bajar a la calle.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó mi madre, levantándose.
—Maximo nos quitó el respaldo de los bancos. Bien. Voy a ir a cada uno de esos pequeños clientes. Voy a renegociar. Les ofreceré mejores plazos, atención personalizada, exclusividad. Les demostraré que valemos más que el miedo que Maximo les está vendiendo. Voy a construir cien pilares pequeños en lugar de los cuatro gigantes que él derribó.
Mi padre me miró, y por primera vez en semanas, vi un atisbo de algo que no era desesperación en sus ojos.
—Liah, es una cantidad de trabajo inhumana...
—La pérdida de tiempo fue llorar tres días en mi cama —dije, mi voz tan afilada como el cristal roto—. La pérdida de tiempo fue enviar cincuenta y siete mensajes a un cobarde.
Caminé hacia la puerta y tomé mi chaqueta. Ya no era Liah, la prometida. Era Liah Rinaldi, la vicepresidenta de una empresa bajo asedio.
—Tú me enseñaste a dirigir esta empresa, papá. Déjame dirigirla.
Salí de la sala de juntas y caminé por el pasillo. Al pasar, vi mi reflejo en uno de los cristales oscuros de las oficinas.
La chica suave, la que creía en los finales felices y en los ojos azules de un hombre, había desaparecido. En su lugar había una mujer con el cabello castaño recogido en un moño severo, con ojos verde grisáceo que ya no brillaban de amor, sino de determinación.
Maximo quería mi ruina, pensé mientras llamaba al ascensor. No se dio cuenta de que solo estaba forjando su peor arrepentimiento.
#1017 en Novela romántica
#399 en Chick lit
venganza dolor millonario sufrimiemto, romance odio y amor, traiciones y dudas
Editado: 18.11.2025