MAXIMO
Pasó un mes. Un mes de volver a ser quien era.
La suite ejecutiva de Imperium Global volvía a ser mi fortaleza. El ático, el que había comprado para ella, estaba cerrado. Me mudé permanentemente al apartamento de soltero que había mantenido en el centro, un lugar de cromo, cristal y sombras, un lugar donde el sol no entraba a menos que yo se lo permitiera y donde no había ni un solo recuerdo suyo.
El trabajo era mi anestesia. La venganza, mi terapia.
—Informe Rinaldi —dije, sin levantar la vista de la pantalla de mi terminal.
Mi asistente, un hombre nuevo y eficiente que había reemplazado al que tuvo la mala suerte de estar allí el día de la boda, carraspeó.
—Señor. Tal como ordenó, la mayoría de sus cuentas principales han sido absorbidas o disueltas. Kenshin Tech firmó con nosotros la semana pasada. Osaka está liquidado. Los bancos han congelado sus líneas de crédito empresariales. Están... paralizados.
—¿Paralizados o muertos? —pregunté, mi voz plana.
—Bueno, señor... ahí es donde se pone... interesante.
Levanté la vista. Odiaba la palabra "interesante".
—Explíquese, Clark.
—Sus operaciones principales están muertas, sí. Pero sus ingresos secundarios, las cuentas locales, las medianas... han aumentado. Un trescientos por ciento en el último mes.
Fruncí el ceño.
—¿Cómo?
—No lo sabemos exactamente. Parece que han renegociado docenas de contratos menores. Están ofreciendo plazos imposibles, servicio personalizado... Están operando como una startup, no como un conglomerado. Están sobreviviendo. Apenas, pero...
—Ratas —murmuré—. Ratas que se niegan a abandonar el barco.
—Señor, están quemando su capital privado para mantenerse a flote. Es...
—Es su problema —lo corté—. Si Richard Rinaldi quiere llevar a su familia a la bancarrota por orgullo, déjelo. Apriete a los proveedores. Quiero que les corten el suministro de materias primas.
—Sí, señor.
El asistente salió, dejándome solo con esa molesta noticia. Sobreviviendo.
Deberían estar rogándome. Deberían estar en mi puerta, suplicando perdón. Richard Rinaldi, el hombre que me había mirado con odio en esa iglesia, debería estar de rodillas.
Pero no lo estaba. Y eso me irritaba.
La puerta de mi oficina se abrió suavemente. No necesité mirar para saber quién era. El único perfume que permitía en mi espacio personal estos días.
—Te traje el almuerzo —dijo Isabella—. Y no acepto un no por respuesta.
Dejó una bolsa de papel de un restaurante caro sobre mi escritorio, junto a un café solo, exactamente como me gustaba.
Isabella se había convertido en una... constante. Una presencia tranquila y sin exigencias. Después de la boda, ella y mi madre se habían encargado de todo. Manejaron a la prensa, acallaron los rumores. Isabella, en particular, se había mostrado como la amiga devastada, lo cual le dio una credibilidad inmensa.
—No tengo hambre —dije.
—Tonterías —replicó ella, sacando un sándwich—. Te estás matando de trabajo, Maximo. Te estás castigando.
—No me estoy castigando. Estoy limpiando un desastre —dije, mordiendo el sándwich solo para que se callara.
Ella suspiró, sentándose en la silla frente a mi escritorio. Se veía diferente a la chica de la gala. Más sofisticada. Había cortado su cabello, ahora lo llevaba en un bob elegante. Parecía mayor. Más seria.
—He pensado mucho en Liah —dijo en voz baja, mirando sus manos.
El solo hecho de oír su nombre hizo que se me tensara la mandíbula.
—No hables de ella.
—No, Maximo, escúchame. Tengo que decirlo —me miró, sus ojos llenos de una culpa que me pareció... conmovedora—. Fui su mejor amiga durante diez años. ¿Cómo no me di cuenta?
—Ella te engañó a ti también, Isabella.
—¡Lo sé! Y eso es lo que más me duele. Pero ahora... ahora que todo ha pasado, recuerdo cosas. Pequeñas cosas.
Se levantó y caminó hacia el ventanal, dándome la espalda.
—Recuerdo cómo te miraba cuando tú no la veías. No era amor, Maximo. Era... cálculo. Recuerdo cómo me preguntaba sobre el valor de Imperium, sobre tus casas. Yo pensaba que era... ya sabes, curiosidad. Que estaba impresionada.
Se giró hacia mí, sus ojos brillantes de lágrimas no derramadas.
—Pero no era eso. Era codicia. Ella siempre lo tuvo todo, pero quería más. Quería tu imperio. Y yo fui tan estúpida que le ayudé a conseguirlo.
Cada palabra era una dosis de veneno que justificaba mi rabia. Era exactamente lo que necesitaba oír. La confirmación de que mi humillación pública no fue un error, sino una ejecución justificada de una traidora.
—Eso ya no importa —dije, mi voz más fría que antes.
—Sí que importa —insistió ella, acercándose—. Porque te destrozó. Te hizo pedazos. Y mientras ella está... donde sea que esté, tú sigues aquí, solo, construyendo muros a tu alrededor.
Se detuvo a mi lado. Su mano, pequeña y cálida, se posó sobre la mía, que estaba hecha un puño sobre el escritorio.
—No tienes que estar solo en esto. Yo también fui traicionada por ella. Yo entiendo tu dolor.
La miré. Realmente la miré por primera vez. No era Liah. No tenía esos ojos verde grisáceo que ocultaban mentiras. No tenía ese cabello largo que olía a inocencia falsa. Era sólida. Real. Estaba aquí. Y me odiaba con ella, no a ella.
—Maximo... —susurró—. Deja de luchar contra todo. Déjame entrar.
Levantó la mano y su pulgar rozó la línea tensa de mi mandíbula.
—Ella te rompió —dijo—. Deja que alguien te ayude a recoger los pedazos.
No me moví. No sentí la descarga eléctrica que sentía con Liah. No sentí pasión. No sentí... nada.
Era perfecto.
Sentir nada era seguro. Era control.
Se inclinó lentamente, sus ojos fijos en los míos, dándome tiempo a rechazarla.
No lo hice.
Sus labios tocaron los míos.
Fue un beso tranquilo. Calculado por su parte, lo sabía. Y por la mía, fue una aceptación. Un contrato.
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Editado: 18.11.2025