Tu ruina

Luz al final del túnel

LIAH

Seis meses.
Seis meses de nadar contracorriente solo para mantenerse en el mismo lugar.
El neón de la calle pintaba franjas de luz parpadeante sobre mi escritorio, aunque eran las diez de la noche. Me froté los ojos, sintiendo el grano del cansancio crónico. El último extracto bancario estaba frente a mí. Lo habíamos logrado. Apenas. Las nóminas de la quincena estaban cubiertas.
Pero fue una victoria pírrica. Para lograrlo, tuve que vender mi coche y mi madre había empeñado un collar de diamantes que le regaló mi padre en su vigésimo aniversario, aunque ella me lo ocultó hasta que vi la caja vacía en su tocador.

Estaba estancada. Cada pequeño contrato que conseguía con un proveedor local era contrarrestado por Maximo. Él ya no nos atacaba de frente; ahora nos asfixiaba. Presionaba a los proveedores de nuestros proveedores, cortaba nuestras rutas logísticas, compraba deudas pequeñas que teníamos y las ejecutaba.
Me levanté y caminé hacia la pequeña cocina de la oficina. El reflejo en el cristal oscuro me sobresaltó.
Había perdido peso. Mi cabello, esa cascada castaña que él solía adorar, ahora estaba perpetuamente atado en un nudo funcional que se me clavaba en el cráneo. Mis ojos verde grisáceo estaban hundidos, rodeados de sombras oscuras.

Pero lo peor no era mi reflejo. Era el de mi padre.
Lo había visto esa tarde, dormido en el sofá de su despacho. Se veía... frágil. Su piel tenía un tono grisáceo que no me gustaba, y su respiración era superficial. La preocupación lo estaba consumiendo desde dentro. Mi madre guardaba su tristeza detrás de sonrisas forzadas y tazas de té que nadie bebía. Ver a su esposo marchitarse y a su hija convertirse en una máquina de guerra la estaba rompiendo en silencio.
Me serví la cuarta taza de café de la noche y volví a mi escritorio.
Miré el teléfono. Hacía meses que no intentaba llamarlo. Hacía meses que no lloraba por él.
El amor se había secado, reemplazado por esta pregunta amarga que me roía el alma cada noche: ¿Alguna vez me amó?

El hombre que me llevó a París al amanecer, el que se arrodilló en un jardín que él diseñó para mí... ¿cómo podía ser el mismo hombre que ahora disfrutaba viéndome pagar las nóminas con las joyas de mi madre?
Me di cuenta de que no. El hombre del que me enamoré murió ese día en la iglesia. El que quedaba, el Magnate de Hielo, era un monstruo. Y el amor que sentí se había transformado en algo duro, frío y afilado: el deseo de sobrevivir solo para demostrarle que no pudo destruirme.
Justo cuando ese pensamiento me helaba los huesos, sonó el correo electrónico. Otro más, probablemente. Otro proveedor cancelando.

—Abre el correo, Liah —murmuré para mí misma—. Veamos qué parte del barco se hunde ahora.
El remitente era Kovacs Strategic Holdings.
Nunca había oído hablar de ellos. El asunto era escueto: "Propuesta de Inversión - Rinaldi".
Abrí el correo esperando spam. Lo que leí me detuvo el corazón.

Señorita Rinaldi,
Hemos observado sus operaciones durante los últimos seis meses. Su tenacidad para reestructurar sus deudas y mantener la operatividad bajo la presión concertada de Imperium Global ha sido... impresionante.
No somos amigos del señor Maximo. Creemos que su monopolio es perjudicial para el mercado.
Nos gustaría programar una reunión con usted y su padre para discutir una inyección de capital sustancial y una alianza estratégica que podría beneficiar a ambas partes.
A Kovacs Holdings no le asusta una pelea.
Atentamente,
Dimitri Kovacs, CEO.

Leí el correo dos veces. Tres veces. Mis manos temblaban, pero no de debilidad.
Kovacs Strategic Holdings.

Busqué el nombre en Google. Eran gigantes. Un conglomerado europeo del acero y la logística, conocidos por sus tácticas agresivas y por entrar en mercados que otros temían. Eran rivales directos de Maximo en el extranjero, pero nunca habían operado en suelo estadounidense.
No le teme a Maximo.

El aire volvió a mis pulmones con una sacudida.

Era una luz. Quizás era un tren que venía de frente, pero era una luz al final de este túnel oscuro y asfixiante.
Tomé el teléfono y marqué el número de mi padre, sin importarme la hora.

—Papá —dije, mi voz vibrando con una energía que no había sentido en medio año—. Levántate. Tenemos trabajo que hacer. Acabamos de encontrar un aliado.




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