Tu ruina

Nuevo tablero

LIAH

El sonido de mis tacones sobre el mármol pulido era la nueva banda sonora de mi vida. Seco, firme, implacable.

Atravesé el vestíbulo de Rinaldi-Kovacs Holdings, un nombre que había costado sangre y lágrimas forjar. La chica que se había desmayado en una iglesia, vestida de seda, había muerto. La mujer que caminaba ahora, con un traje sastre gris marengo y el cabello castaño recogido en un moño bajo y severo, era su reemplazo.

—Buenos días, señorita Rinaldi —me saludó el jefe de seguridad.

—Buenos días, Tom. ¿Alguna novedad?

—Todo en calma, señorita. El equipo de avanzada del señor Kovacs llegó hace una hora. Están asegurando la sala de juntas principal.

Asentí. El día había llegado.

Durante dos años, Dimitri Kovacs había sido mi salvador fantasma. Una firma en un contrato, una inyección de capital que había sido como un desfibrilador para el corazón moribundo de nuestra empresa. Él nos había dado las armas, y yo las había disparado.

Había pasado los últimos setecientos treinta días en las trincheras. Aprendí a negociar con tiburones, a reestructurar deudas imposibles y a trabajar veintidós horas seguidas. Convertí los cien pilares pequeños en una nueva fundación sólida.

Mi padre estaba mejor. Se había retirado parcialmente, actuando como consejero, pero la luz había vuelto a sus ojos. Mi madre volvía a sonreír. Yo... yo respiraba.

—Liah —dijo mi asistente, corriendo a mi lado—. El informe de logística de Asia está en tu escritorio. Y tus videoconferencias empiezan en diez minutos. La reunión con el señor Kovacs está confirmada para las dos de la tarde.

—Perfecto. Cancela mi almuerzo y tráeme un café solo.

Entré en mi despacho, con vistas a la ciudad. En la distancia, imponente como una cicatriz en el cielo, se alzaba la torre de Imperium Global.

Ya no me provocaba dolor. Me provocaba rabia. Una rabia fría que me servía de combustible.

(Narrado por Maximo)

La pluma de platino golpeaba rítmicamente contra el cristal de mi escritorio. Tap... tap... tap. Era el único sonido en la oficina de la planta noventa, aparte de la lluvia que azotaba el ventanal.

Estaba frustrado. Era un sentimiento que odiaba, uno que no había sentido en años, hasta que ella volvió de entre los muertos.

Durante seis meses, había disfrutado de mi victoria. Cada informe que recibía sobre Rinaldi Inversiones era un bálsamo para mi ego herido. Escuché que Liah se estaba matando de trabajo, que apenas dormía, que parecía un zombi. Me alegré. Me dije a mí mismo que se lo merecía. Que era el precio justo por su traición.

Pero en la oscuridad de mi ático, solo, con un whisky en la mano, la alegría se agriaba. Una parte oscura en el fondo de mi corazón sufría al imaginarla así. Sufría al recordarla desmayándose en la iglesia. La quería rota, pero odiaba el hecho de que yo la hubiera roto.

Y entonces, de la nada, apareció Kovacs.

De repente, los informes cambiaron. Las deudas se pagaron. Los proveedores volvieron. Rinaldi se convirtió en Rinaldi-Kovacs, y Liah, la chica de ojos verde grisáceo que yo había aplastado, se había convertido en una jodida mujer de negocios. Había resurgido, y ahora era intocable, protegida por un multimillonario europeo al que no podía intimidar.

La puerta de mi oficina se abrió.

—Max, sigues aquí. Es tarde.

Isabella.

Entró, llevando esa bata de seda que tanto le gustaba usar en mi ático. Se había mudado extraoficialmente, aunque yo nunca se lo había pedido.

—¿No ves que estoy trabajando? —respondí, sin mirarla.

—Solo quería... verte. Estás tan tenso —se acercó por detrás y puso sus manos en mis hombros.

Su tacto me provocó un escalofrío de repulsión.

Durante dos años, ella había sido... funcional. Era mi amante a turno completo. Estaba allí. Llenaba el silencio. Y mi madre la adoraba, lo cual era conveniente.

Pero nuestro trato tácito se estaba desgastando.

—Maximo —susurró, su voz volviéndose insinuante—. Victoria dijo que la gala de otoño sería el momento perfecto...

—No —dije, cortante.

—¿No qué?

—No te voy a presentar en sociedad, Isabella. Ya hemos hablado de esto.

Se apartó de mí, su rostro endureciéndose.

—¿Y qué soy yo, Maximo? ¿Tu amante secreta para siempre? ¡Merezco más que esto!

—Tú sabías las condiciones.

Me levanté, harto. Ella era una necesidad, nada más. Un fantasma para ahuyentar a otro fantasma.

Se interpuso en mi camino, sus ojos brillando de ira.

—¿Es por ella, verdad? ¡Después de dos años, sigues pensando en esa zorra!

Me reí, una risa fría que la hizo retroceder.

—No pienses tanto, Isabella.

La rodeé y me serví un trago. La verdad era más retorcida.

A veces, en la oscuridad, cuando estaba con ella, cerraba los ojos. Y por un segundo, si me esforzaba lo suficiente, podía imaginarme que su cabello era largo y castaño, no corto y rubio. Que sus ojos eran verde grisáceo. Que su piel olía a fresias y no a ese perfume caro y pesado.

Era la única forma en que podía soportar tocarla.

—Vete a casa, Isabella.

—¡Esta es mi casa! —gritó.

—No. Esta es mi casa —la miré, y el hielo en mis ojos la hizo callar—. Y tú solo estás de visita.

Salió furiosa de la habitación, dando un portazo.

Me quedé solo. Frustrado porque Liah había ganado esta ronda. Frustrado porque la mujer que dormía en mi cama me daba asco. Y frustrado porque, en el fondo, la única persona que realmente quería ver... era la que más odiaba.

(Narrado por Liah)

Las dos de la tarde. En punto.

Me alisé la falda del traje. Mi corazón latía con fuerza, pero no de miedo. De anticipación.

Durante dos años, Dimitri Kovacs había sido solo una voz grave en conferencias telefónicas y correos electrónicos decisivos. Había respetado mi espacio, me había dejado dirigir la batalla del día a día. Pero ahora, quería ver los resultados en persona.




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