Tu ruina

Fuego y agua

LIAH

Dimitri se equivocaba al creer que Maximo caería con un solo golpe. Maximo era más que un negocio; era una fuerza de la naturaleza. Y yo lo sabía. Había dormido a su lado.

—Dimitri —dije, mis ojos verde grisáceo fijos en los suyos—. La familia de Acero Atlas tiene un preacuerdo verbal con Imperium desde hace años. Una oferta hostil en la bolsa no será suficiente. Maximo contraatacará con el doble.

—Por eso te necesito a ti —replicó él, volviendo a su asiento—. Tú no eres dinero, Liah. Eres distracción. Mientras él está ocupado luchando contra la cara pública de Rinaldi-Kovacs, yo estoy moviendo mis piezas en la sombra. Lo que te pido es que vayas al campo de batalla.

Asentí, aceptando el desafío.

—Necesitamos una reunión en persona con el patriarca de Acero Atlas. Que me vea a mí. Que vea lo que Maximo quiso destruir. Y que vea a quién le da su lealtad ahora.

—Hecho. El evento de la Cámara de Comercio. En dos semanas. Estará el patriarca, el consejo, y toda la élite.

—Y Maximo —terminé, sabiendo la respuesta.

Dimitri sonrió con esa calculadora calma.

—Por supuesto. No faltaría a la humillación. Pero esta vez, él será el espectador.

Dos semanas después.

El Gran Salón de la Cámara de Comercio estaba hirviendo con el mismo tipo de murmullos caros que recordaba de aquella gala de hace tres años, donde todo había comenzado. Pero hoy, yo no era la joven inocente.

Llevaba un vestido de noche color borgoña, diseñado para acentuar mi estatura de 1.65 m, cortado con la precisión de un bisturí. Mi cabello castaño, largo hasta las caderas, estaba recogido en un peinado pulido que mostraba la severidad de mi rostro. La máscara de la mujer de negocios era perfecta.

Caminaba al lado de mi padre, que me miraba con orgullo.

—Liah, estás deslumbrante. Los ojos de ese patriarca van a estar fijos en ti —susurró él.

—No quiero su atención, papá. Quiero su empresa —repliqué.

Nos dirigimos a la zona VIP. El patriarca de Acero Atlas, un hombre de negocios anciano y muy respetado, nos esperaba.

Y entonces, lo vi.

Maximo.

Estaba de pie junto a su madre, Victoria, y, por supuesto, Isabella, que lucía un vestido escotado y reía ruidosamente, intentando proyectar la imagen de la pareja poderosa.

Maximo seguía siendo la fuerza de la naturaleza. Su 1.98 m de altura lo hacía dominar la sala. Cabello oscuro, traje hecho a la medida. El mismo hombre de hielo.

Pero ahora, su mirada me golpeó.

Él estaba hablando con un senador. Su voz se detuvo a mitad de una frase. Su rostro de granito se congeló.

Nos miró fijamente. A mí.

Me miró por primera vez en tres años, y el impacto fue tangible. Ya no era la Liah quebrada y humillada. Era una mujer. Más hermosa, sí, pero con una dureza en el rostro que no tenía antes. Más elegante, más pulida. Los ojos verde grisáceo ya no suplicaban; eran dagas de resentimiento puro.

Sentí su fijación. La forma en que sus ojos azules, esos mismos ojos que me habían amado y luego me habían despreciado, recorrían mi figura con una intensidad que casi dolía. Vi un atisbo de sorpresa, luego... una frustración evidente.

Se detuvo en mi mano. Llevaba una pulsera de diamantes, no el anillo de compromiso. Luego miró a Isabella, que estaba aferrada a su brazo, y vi un destello de disgusto antes de que su máscara volviera a cerrarse.

Y yo. Yo no sentí debilidad. No sentí el temblor de la antigua Liah.

Lo miré con un odio absoluto y glacial. El odio que se forja en el dolor de la traición y la ruina. El odio que solo se puede sentir por alguien que te amó con tanta pasión para luego destruirte con tanta crueldad.

Maximo era un capítulo cerrado. Un error costoso. Un fantasma que yo misma había conjurado para matarlo.

Isabella, al sentir la interrupción en su risa, se giró y me vio. Su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una mueca de incredulidad y rabia. Victoria, la madre de Maximo, se giró también, y su rostro se torció en una expresión de pura repugnancia al ver que su plan de aniquilación había fallado.

Maximo se acercó, la gravedad de su presencia tirando de la atención de toda la sala. Isabella se apretó más a su brazo.

—Liah —dijo Maximo, su voz era un gruñido bajo, áspero.

Me detuve frente a él. Éramos un estudio de contrastes: su 1.98 m contra mi 1.65 m, pero ahora la disparidad de poder no era física, era emocional. Yo estaba en control de mis sentimientos; él no.

—Maximo —respondí, mi voz era un susurro educado, sin emoción. No lo traté de señor, pero tampoco lo traté con la familiaridad de un ex amante. Solo su nombre, como un recordatorio de que existía.

Isabella soltó una risa nerviosa.

—Vaya, Liah. Te ves... menos demacrada. Pensé que la bancarrota te habría sentado peor.

La miré, y la expresión en mis ojos la hizo palidecer.

—A mí la bancarrota me enseñó mucho, Isabella —dije, sin subir la voz, pero con una claridad que cortaba—. Por ejemplo, que la verdadera pobreza no está en la chequera, sino en el alma. Me alegra ver que tú y tu nuevo... accesorio —miré a Maximo— estáis prosperando en la mediocridad.

Maximo dio un paso, obligando a Isabella a soltar su brazo. Su rostro estaba tenso.

—¿Qué haces aquí, Liah? —preguntó Maximo, su voz grave—. El evento es solo para inversores.

—Yo soy una inversora —respondí, dándole una sonrisa fría—. Una muy grande. He venido a hacer negocios con la familia Atlas. Quizás debas preocuparte más por tu cadena de suministro, Maximo, que por quién acompaña a quién.

Me di la vuelta, dejando a Maximo y a las dos villanas petrificados en su lugar.

—Padre —dije, tomando el brazo de mi padre—. Presentaciones. Tenemos un imperio que comprar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.