LIAH
Las siguientes horas fueron una prueba de resistencia. Me hundí en los archivos, pero era imposible concentrarse. La soledad de la sala de juntas era un foco encendido en mi cabeza, y sabía que cada minuto que pasaba era una victoria para el monstruo que me había enjaulado.
Alrededor de la una, mi estómago rugió en protesta. Ignoré el hambre. No le daría a Maximo la satisfacción de verme débil.
Justo cuando estaba releyendo un informe de reestructuración de deuda, la puerta se abrió con una lentitud deliberada. Maximo no tocó. Simplemente entró.
Vestía una camisa impecable bajo un chaleco oscuro, y se había quitado la chaqueta. La pose era de relajación, pero la tensión que emanaba de su cuerpo imponente contradecía la escena.
—Es hora —dijo, mirando su reloj. Su voz era grave, sin emoción.
—¿De qué, Maximo? —pregunté, sin levantar la vista del papel.
—De almorzar, Rinaldi. La ley no te obliga a morir de inanición en mi empresa. Es más, mi abogado me aconseja que te mantenga bien alimentada.
—No tengo hambre. Y si la tuviera, Chloe puede traerme un sándwich aquí. No dejaré estos documentos.
Él sonrió, un gesto frío y arrogante que me hizo apretar la pluma.
—No lo harás. Esta reunión es crucial. El tema es la exposición de Imperium a los litigios ambientales. Es demasiado complejo para discutirlo a través del cristal.
Se acercó a la mesa, empujó mi portátil a un lado con un movimiento despreocupado y señaló hacia la puerta de su despacho privado, que conectaba con la sala de juntas.
—Vamos a almorzar a mi despacho. Es un requisito estratégico. Y como tu CEO, te lo estoy exigiendo. ¿O vas a usar tu posición de accionista para negarte a cumplir una orden de seguridad corporativa?
La humillación era exquisita. No podía negarme. Me levanté.
—Vamos. Pero solo hablaremos de litigios.
Su despacho era la cima del mundo. Paredes de cristal, cuero oscuro, arte moderno caro y abstracto. En el centro, una mesa de comedor de cristal estaba puesta para dos.
Un camarero silencioso sirvió un consomé ligero y ensaladas. Maximo esperó a que el camarero se retirara y luego se sentó frente a mí. El aire se hizo más delgado.
—Sírveme —ordenó, empujando la ensaladera hacia mí.
—No soy su asistente, Maximo.
—No. Eres mi accionista y mi invitada. Pero sirves a la gente que te importa. ¿O acaso el hambre te ha hecho olvidar la cortesía?
Contuve la respiración, agarré las pinzas y puse una pequeña porción en su plato. El acto trivial de servirle comida en ese ambiente íntimo se sintió como una rendición.
—Te ves bien, Liah —dijo él, tomando un sorbo del consomé.
—Gracias. Los últimos tres años de guerra son una dieta excelente.
—No. El dolor te ha sentado bien. Te ha pulido. Has pasado de ser una joya bonita a ser un diamante. Y los diamantes son duros.
—Y peligrosos. No lo olvide.
Maximo dejó el cuenco.
—No lo olvido. De hecho, lo recuerdo cada vez que veo la marca en mi mejilla. Me recuerda tu... pasión.
—Fue odio.
—Odio que solo se siente cuando se amó profundamente —replicó, mirándome con una frialdad penetrante—. Pero hablemos de negocios. Háblame de litigios ambientales.
Pasé los siguientes minutos debatiendo, forzando mi mente a ser analítica. Pero él no me escuchaba. Él me miraba.
—Tu perfume ha cambiado —dijo de repente, interrumpiéndome en medio de una explicación sobre el riesgo legal—. Usabas jazmín.
—La mujer que usaba jazmín murió. Ahora uso algo que huele a acero.
—No. Sigue oliendo a Liah.
Me hundí en la silla, frustrada.
—Esto no es un almuerzo estratégico, Maximo. Es acoso. Es un juego.
—Todo en mi vida es un juego, Liah. Y tú fuiste una mala jugadora. Me traicionaste. Y ahora yo estoy aquí para cobrar la penalización.
Se levantó. El corazón me dio un vuelco. Él rodeó la mesa lentamente, moviéndose con la calma de un cazador. Se detuvo a mi lado.
—El litigio ambiental, Liah —susurró, inclinándose sobre mí, su voz baja y grave—. La clave está en los archivos de la Planta Beta. ¿No los encontraste?
Su cercanía era asfixiante. Podía oler el sándalo y la menta de su aliento. Intenté moverme, pero él tenía mi silla acorralada entre la pared y su cuerpo.
—No tienes derecho a...
—Tengo el derecho de ser tu CEO. Y el hombre al que traicionaste.
Maximo no me tocó. Solo movió la mano, rozando mi cabello suelto, como si estuviera comprobando su textura. Su mano se detuvo justo detrás de mí, sobre el respaldo de mi silla. Su codo y su antebrazo me rodearon sutilmente, encerrándome.
—En Planta Beta —susurró, con la voz cargada de una promesa de posesión—. Encontrarás algo que te interesa. Un secreto que tu padre no te contó.
Se separó de mí tan abruptamente como había entrado en mi espacio, volviendo a su asiento. Me miró, con una sonrisa triunfal.
—Disfruta tu almuerzo, accionista. Y si quieres que te sirva el café, solo tienes que pedírmelo.
Me quedé allí, temblando, el sándwich intacto. Él me había dado una pista, una vulnerabilidad de mi propia familia, a cambio de la humillación de mi cercanía. Había convertido la comida en un acto de rendición y la información en un acto de control.
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Editado: 18.11.2025