Caracas, Venezuela
1961
Anna
El sol alumbra, un trueno hace que me levante y me siente de repente en mi cama. Todo iluminado, suspiro y me estiro. El delicioso olor a huevo y jugo de naranja llega a mis fosas nasales y provoca que mi estómago me pida comida de urgencia.
Me lavo los dientes y bajo, escucho gritos, sollozos y paro en seco. Respiro profundo y poso mis manos alrededor de la puerta, Omar y mamá gritan sin parar.
Todavía no.
Arqueo mi ceja. Marcus, ¿Mi padre?
—No es mi culpa —grita mi madre.
Sus sollozos crecen cada vez más. Omar agarra un vaso de vidrio y lo estrella en la pared, me sobresalto y tapo mi boca para no gritar.
—Claro que sí —grita—. ¿Por qué no me lo habías dicho?
—Porque yo no maté a Marcus —me paralizo.
Mi padre, según mencionó mi mamá hace dos años murió por una enfermedad. No imaginaba que ella lo hubiese matado.
—Si lo hiciste, tú lo mataste —da un fuerte golpe en la mesa.
Una lágrima se desliza por mi mejilla. No lo creo, ella no pudo haber hecho eso.
—Mamá —digo, su mirada me examina de pies a cabeza y niega con la cabeza—. ¿Tú lo mataste?
Suspiro.
— ¡No lo hice, Anna!
— ¡Claro que sí! ¿Cuándo le dirás la verdad? —grita furioso Omar.
—Me decepcionas, mamá —digo.
Me doy la vuelta y subo corriendo a mi cuarto, cierro con llave la puerta y me tiro en la cama. Ella no fue, no pudo hacerlo. ¡No! ¿Por qué?
Búscalo, tienes que encontrarlo.
Asiento, me levanto y me dirijo hacia la ventana, la abro y el viento mueve mi cabello. Respiro profundo y sonrío de lado.
—Ya sé en dónde está —río.