New York
1982
Anna
La puerta del hospital se abre, ambos entramos corriendo. Mario, débil, pálido y casi muerto está recostado en la camilla.
Tomo su mano, la acaricio un poco y lo observo detenidamente. Un disparo en el estómago, dudo mucho de que sobreviva; sin embargo, sería un poco sospechoso.
La enfermera entra y nos pide que nos hagamos a un lado, inserta una aguja en la piel pálida de Mario y deja ir suero. Me tenso, detesto estar en un hospital, siento como si ya hubiese estado en uno hace muchos años.
— ¿Qué sucedió? —pregunto.
La enfermera me observa de pies a cabeza y sonríe. Su cabellera rojiza se mueve al momento en que una ráfaga de viento entra.
—Un tiroteo, fue víctima de ello.
Observo a Mario, su piel pálida me preocupa. Observo a la enfermera y un pitido hace que me sobresalte.
— ¡Haga algo! —grita Patrick.
Me quedo helada, estática y con la mirada fija en Mario. Su cuerpo ya sin vida en la camilla, trago grueso. No puede ser. Se fue, y ya no hay vuelta atrás.
— ¡Anna! —dice Patrick.
Niego y poco a poco empiezo a llorar. Patrick me toma del brazo y me saca del cuarto de él.
—Anna. Mírame.
La voz de Patrick se me es inaudible, mi vista está totalmente perdida sin ningún punto fijo. Las lágrimas no paran, me arrodillo y tapo mi cara con ambas manos.
— ¡No! —grito entre lágrimas.
—Anna, no se puede hacer nada.
A veces las personas que menos daño hacen son las que más rápido se van.