Caracas, Venezuela
1959
Marcus
Termino mi labor diaria del trabajo, seco mi sudor con la manga de mi camisa y lavo mis manos llenas de grasa. Luego, me sirvo un poco de agua fresca en un vaso y me lo bebo de una pasada.
Tomo mis cosas y salgo del trabajo. Las calles llenas de niños, que juegan sin parar. La luz tintinea y alumbra todo a su paso, la luna y las estrellas se adueñan de la noche.
La escuela nocturna está en su pleno inicio de clases, Anna está ahí, disfrutando de su recreación y educación.
Mi casa está ubicada al final de la calle, al lado norte del pueblo. Las casas viejas nos recuerdan a todo lo que hemos sobrevivido, viejos temblores que acabaron con la Iglesia que era todo lo que teníamos. Sin embargo, a lo largo de los años fueron construyendo una nueva.
La luz de mi casa se encuentra totalmente apagada, el mal presentimiento me llena otra vez y bufo tranquilamente.
Saco las llaves de mi bolsillo trasero y abro la puerta principal, el olor a comida recién hecha despierta mi apetito y camino hasta llegar a la cocina. Enciendo la luz y encuentro un plato recién servido de comida y un ruido de pisada traquetea en las escaleras.
— ¿Quién anda ahí? —pregunto. Como si la personas que se haya metido a la casa me fuese a contestar con su nombre.
Enciendo la luz de la sala y de repente el televisor viejo se enciende. Trago grueso y lo apago. Observo que una sombra pasa por el televisor y me volteo, no hay absolutamente nadie.
Un nudo se forma en mi garganta, una vocecita dentro de mi mente me exige que salga corriendo de la casa. Sea lo que sea no me permite moverme. El sudor se apodera de mí y no deja de correr se mi frente.
—Bienvenido —resuena en la casa una voz espeluznante y desgarradora.
— ¿Quién eres? —pregunto.
Mi voz es débil, siento que poco a poco se me va la voz. El cuerpo me pesa, los pies por más que quiera moverlos no puedo.
Quiero gritar y no puedo. Las luces se encienden, volteo a ver a todos lados y no hay nadie.
—Te amo, Marcus —la voz de mi esposa retumba en mis oídos.
Abro los ojos como platos y volteo a verla. Es ella, de pie, con su piel pálida y sus ojos tornados de un color negro. En su mano lleva un filoso cuchillo de cocina.
—Espero que hayas cenado —dice entre risas—, ya que será tu última cena.
Intento gritar para pedir ayuda, pero, la voz no me sale. Es como si me hubiesen cortado las cuerdas vocales. Mi esposa levanta la mano e inserta el cuchillo en mi pecho, justo en el corazón.
—Te espero en el más allá, Marcus —escucho su voz débilmente.
La vista se me nubla, siento un fuerte ardor en el pecho. De mi boca sale un sonido, inaudible, mi cuerpo tiembla, estoy muriendo lentamente.
—Anna —digo y mis ojos se cierran, dejo de respirar. Para ese entonces dejé a mi hija sola.