Tú y yo... por siempre juntos

Dos noticias cambiaron mi vida

A veces, un solo día puede contener todos los extremos del alma humana. El amor más puro. La ilusión más brillante. El miedo más hondo. Y la pérdida más inexplicable.

Ese día empezó como cualquier otro, con la rutina suave que Lucas y yo habíamos construido. Me despertó con un beso en la frente y un susurro cálido en el oído.

—Amor, ya me voy al trabajo. Hasta la tarde. ¡Te amo! —dijo, con esa sonrisa suya que siempre me desarmaba.

—¡Yo también te amo! Que te vaya bien —le respondí desde la cama, medio dormida, medio queriendo retenerlo un segundo más.

Nos despedimos como siempre, con un beso lento y una mirada larga. Como si en cada adiós buscáramos dejar una promesa invisible: la de regresar.

Lo vi salir por la puerta con su maletín en la mano y esa energía optimista que lo caracterizaba. Nunca imaginé que sería la última vez que lo vería.

Unas horas después, empecé a sentirme extraña. Tenía náuseas persistentes, una mezcla entre ansiedad y malestar físico que no lograba explicar. Al principio pensé que era un virus, algo pasajero, pero mi cuerpo me decía que había algo más.

Llamé a Sofía, mi mejor amiga. Sin hacer muchas preguntas, vino a buscarme y me llevó al hospital.

—Tal vez estás embarazada —me dijo con una sonrisa traviesa mientras manejaba.

—No bromees con eso —le respondí, aunque algo en mi interior se estremeció con la posibilidad.

En la sala de espera, mis manos no paraban de temblar. Sofía las apretaba entre las suyas mientras me hablaba de cosas triviales para distraerme. Yo solo podía pensar en Lucas. En cómo reaccionaría si era cierto. En su sonrisa cuando le diera la noticia.

Cuando el médico volvió con los resultados, su rostro no dejaba lugar a dudas.

—Felicidades, Elena. Vas a ser mamá.

No sé cómo describir lo que sentí. Lloré, sí. Pero no de tristeza. Lloré de alegría, de alivio, de ese amor que se desborda sin medida cuando la vida te regala algo que creías imposible. Lucas y yo habíamos deseado esto durante años, pero nunca se daba. Ahora, al fin, lo era.

Salimos del hospital y, apenas tuve señal, lo llamé. Él respondió rápido, con esa voz cálida que tanto extrañaría después.

—¿Qué pasa? ¿Todo bien?

—Sí —respondí, mordiéndome los labios para no decirlo todo de golpe—. Tengo una sorpresa para ti. Te va a encantar.

—Ya quiero llegar a casa y saber cuál es. Te amo mucho.

—Yo también te amo —le dije, con el corazón latiendo como un tambor.

Colgué la llamada y pasé el resto del día organizando todo. Pensé en cómo darle la noticia. Si dejarle una notita con zapatitos pequeños o decírselo directamente en la cena. Quería que fuera especial, algo que ambos recordáramos siempre.

A las seis de la tarde ya tenía la mesa puesta, las luces bajas y una vela encendida. Caminaba de un lado a otro, chequeando el reloj cada dos minutos. Las siete. Las ocho. Las nueve.

Lucas no llegaba.

Intenté no alarmarme al principio. Tal vez se había quedado en el trabajo. Tal vez su celular se quedó sin batería. Tal vez... tal vez...

A las diez empecé a llamarlo. Una vez. Dos veces. Diez. El teléfono daba apagado.

Mi corazón se apretaba cada vez más.

A las once, llamé a sus compañeros. Ninguno lo había visto salir. Otros decían que no había ido a trabajar ese día. Mi mente entró en caos.

Llamé a la policía a medianoche.

Me hicieron preguntas. Me pidieron una foto. Tomaron una denuncia por desaparición voluntaria, como si eso fuera suficiente para explicarlo todo. Como si los hombres felices, casados, con un bebé en camino, simplemente se esfumaran por voluntad propia.

Los días siguientes fueron una pesadilla.

Recorrí hospitales. Comisarías. Consulté cámaras de seguridad. Pegamos carteles en la ciudad. Nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra.

Pasaron semanas. Luego meses.

Cada día que pasaba era una pelea entre la esperanza y la desesperación. Algunos me decían que lo olvidara. Que se había ido por otra mujer. Que seguramente no quería tener hijos.

Yo no podía creer eso. No quería. No de él.

Cuando el embarazo avanzó, me di cuenta de que no podía seguir esperándolo eternamente. Lloré durante días, sintiéndome traicionada por la vida.

Y sin embargo, seguí adelante.

Nació Lizzy. Mi luz. Mi fuerza.

Y aunque nunca le dije a nadie, en todas las fiestas, reuniones familiares, todas las primeras veces... seguía mirando la puerta, esperando que algún día se abriera. Esperando que dijera: “Lo siento. Estoy aquí. Volví.”

Pero nunca lo hizo.

Hasta que, un día, dejé de esperar. O al menos, eso creí.

Hoy, mientras escribo estas líneas, entiendo que nunca terminé de cerrar esa herida. Que, aunque he reconstruido mi vida, hay partes de mí que siguen atrapadas en esa tarde. En ese momento exacto donde una noticia me cambió la vida… y otra me la rompió.




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