Tú y yo... por siempre juntos

Una decisión sin regreso

Hay papeles que pesan más que otros.

Puedes firmar una carta de renuncia y sentir alivio. Un contrato, y sentir esperanza. Pero hay documentos que, aunque firmes con mano firme, desgarran en silencio.

El divorcio por abandono fue uno de ellos. Fue como firmar un acta de defunción emocional. Me sentí traidora. Como si estuviera matando algo que aún respiraba dentro de mí. Pero necesitaba cerrar legalmente lo que no podía cerrar emocionalmente.

Recuerdo con claridad el día en que fui al juzgado. Habían pasado más de dos años desde la desaparición de Lucas. Siempre defendí su nombre cuando otros insinuaban que me había abandonado. Pero al final, la realidad se impuso. Ya no quedaban llamadas sin respuesta, ni búsquedas activas, ni esperanzas sostenidas por excusas. Solo quedaba una vida que debía continuar. Una hija que me necesitaba de pie. Y una decisión que, aunque me destrozaba, sabía que debía tomar.

Alicia, mi madre, me acompañó en todo el proceso. Nunca me presionó para que olvidara, pero tampoco me permitió quedarme estancada. Entramos juntas, pero esperó fuera de la oficina. Me dejó sola en ese espacio gris, con olor a papel viejo y aire estancado. Como si el lugar supiera que ahí no se firmaban simples trámites, sino pedazos de historia.

Me entregaron el documento sin demasiadas palabras.

—Aquí, señora Starling. Solo falta su firma.

Leí cada línea. No porque no supiera lo que decía, sino porque no podía evitarlo. Como si buscara una trampa, un giro que dijera: “esto no es real, esto se puede detener”.

“Divorcio por abandono. Incomparecencia del cónyuge. Desaparición prolongada sin contacto. Custodia única a favor de la madre.”

Cada palabra era un cuchillo disfrazado de legalidad.

Tomé el bolígrafo con manos que ya no temblaban. Había llorado tanto, pensado tanto, esperado tanto… que me había vaciado por dentro. Tal vez por eso pude firmar.

Cada trazo era una forma de decir adiós. A los sueños compartidos. A lo que habíamos construido. A lo que ya solo existía en mi memoria.

Elena Starling.

Así, en segundos, borré en tinta lo que me había costado años construir.

Cuando salí, mi madre se levantó de inmediato y me abrazó. No me dijo “hiciste lo correcto”, ni “ahora empieza una nueva etapa”. Solo me sostuvo. Y eso fue suficiente.

Esa noche, Lizzy dormía profundamente. Tenía apenas dos años y medio. Su respiración suave desde la cuna era lo único que me anclaba a la realidad. Me senté en el sofá con la carpeta del juzgado sobre las piernas. La abrí, la releí, y luego la guardé en el fondo del mueble más alto de la casa. Donde ella no pudiera encontrarla. Donde yo no tuviera que verla.

No lloré.
No esa noche.

Lloré semanas después, cuando Lizzy me preguntó por qué los dibujos animados siempre mostraban familias con papá y mamá, y por qué la nuestra era diferente.

No supe qué decirle.
Pero fue la primera vez que comprendí que no estaba rota… solo estaba en proceso de reconstrucción.

Firmar ese divorcio no fue un final. Fue un cierre necesario. Para mirar hacia adelante sin esperar que la puerta se abriera. Para poder escribir sobre él sin que doliera cada palabra.

Firmé por mí.
Por Lizzy.
Por la vida que aún nos esperaba.

No quería que mi hija creciera atrapada en la sombra de una historia inconclusa. Quería que viera en mí fuerza, valentía, y sobre todo, amor propio.

Así que lo hice. Dejé que la tinta sellara una etapa, aunque el corazón aún no supiera cómo cerrarla.

Con el tiempo, aprendí a hablar de Lucas sin romperme. A recordar lo bueno sin quedarme atrapada en ello. A separar al hombre que amé del que me dejó. O del que la vida me arrebató. Aún no sé cuál de las dos cosas fue.

Firmar fue rendirme, sí. Pero también fue liberarme.

Fue el acto más duro… y el más valiente.

Hoy, años después, todavía conservo la copia del divorcio. No porque quiera tenerla presente, sino porque forma parte de mi historia. Y negar mi historia sería negar también la fuerza que me trajo hasta aquí.

A veces, cuando escribo escenas en las que una mujer decide soltar algo que ama, pienso en ese día. En ese documento. En esa firma. Y le doy a mis personajes la libertad que tanto me costó conquistar.

Lizzy nunca ha visto ese papel. No lo necesita. Ella no es hija del abandono, sino del amor más puro que conocí. Y eso, nadie puede borrarlo.

Ahora, cuando alguien me pregunta si estoy divorciada, digo que sí.
Pero en mi mente, la palabra suena distinta.
No es un estado civil.
Es un capítulo cerrado. Una cicatriz.
Y, curiosamente, también un símbolo de todo lo que logré sola.

A veces, firmar no es rendirse.
A veces, es cómo una mujer decide salvarse.




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