Tú y yo... por siempre juntos

Lo que la familia no entiende

Las cenas familiares tienen un sabor agridulce.

Hay risas, comida casera, anécdotas repetidas y abrazos sinceros… pero también hay miradas que pesan más de lo que dicen, comentarios disfrazados de consejos y preguntas que se clavan como alfileres bajo la piel.

La casa de mi madre, estaba cálida como siempre. Había olor a pan recién horneado y a sopa de lentejas, su especialidad. Lizzy corría por el pasillo con Sara, su amiga inseparable, mientras los adultos comenzábamos a sentarnos en la mesa del comedor. Todo parecía perfectamente en orden.

Hasta que no lo fue.

—Y dime, Elena —preguntó mi tía Clara, como quien no quiere romper la armonía—, ¿no has pensado en rehacer tu vida? Una pareja te haría bien. Alguien que te ayude con la niña.

Respiré profundo, escondiendo la molestia detrás de una sonrisa suave. No era la primera vez que me lo preguntaba. Ni la segunda. Ya había perdido la cuenta.

—Estoy bien así, tía. Tengo mi trabajo, a Lizzy, y una vida que me gusta. No necesito una pareja para sentirme completa.

—Claro, claro… pero no es lo mismo —dijo ella, sirviéndose más ensalada—. Es natural querer compañía. Alguien que esté contigo por las noches. ¿No te sientes sola?

Sentí la mirada de mi madre clavarse en mí desde la cabecera de la mesa. No con juicio, sino con advertencia. Sabía que esa conversación me removía más de lo que dejaba ver.

—La soledad no siempre es algo malo —dije con calma—. A veces es paz. A veces, libertad.

Sofía, que había venido conmigo esa noche, me miró de reojo, lista para intervenir. Pero antes de que lo hiciera, fue mi primo Andrés quien se sumó al coro.

—¿Y qué tal el tema del trabajo? ¿Todavía sigues con eso de los libros? No lo tomes a mal, pero… deberías pensar en algo más serio. Estabilidad, tú sabes.

La cuchara de sopa tembló ligeramente entre mis dedos. Me sentí observada como si aún tuviera que rendir cuentas. Como si mis logros fueran hobbies simpáticos que algún día tendría que abandonar.

—Soy escritora, Andrés. He publicado cuatro libros. El último está en preventa. ¿Eso no cuenta como algo serio?

Él alzó las cejas, como si no esperara una respuesta tan directa.

—Claro que sí… pero bueno, tú me entiendes. No es como tener un empleo fijo.

—No todos los sueños vienen con uniforme y horario de oficina —solté.

La mesa se quedó en silencio unos segundos. Mi madre carraspeó suavemente y cambió de tema, como buena mediadora que siempre ha sido. Pero la incomodidad ya se había instalado. La cena siguió, sí, con bromas sueltas y el tintineo de los vasos… pero yo estaba en otra parte.

Pensaba en todo lo que no sabían.

No sabían de las noches en vela escribiendo con Lizzy dormida sobre mi pecho. No sabían de los correos de mujeres que me decían que mis palabras les habían salvado el día. No sabían de la ansiedad, la frustración, el esfuerzo de cada línea.

Y tampoco sabían lo que dolía que te miraran como si estuvieras perdida… cuando por fin habías empezado a encontrarte.

Después de cenar, salí a la terraza para respirar un poco. El aire fresco me alivió como un bálsamo. Sofía vino tras de mí, con dos tazas de té caliente.

—No les hagas caso —dijo, sentándose a mi lado—. A veces la gente juzga lo que no entiende.

Asentí sin responder. Tomé la taza con ambas manos, como si pudiera sostenerme en ella.

—Sé que lo hago bien —dije en voz baja—. Pero a veces… cansa tener que demostrarlo todo el tiempo.

Sofía apoyó la cabeza en mi hombro.

—No tienes que demostrar nada, Elena. Ya lo lograste. Lo que estás construyendo con Lizzy es real. Y hermoso.

Me quedé mirando el cielo. Había pocas estrellas, pero suficientes para recordarme que, incluso en la oscuridad, hay cosas que siguen brillando.

Cuando volvimos al interior, Lizzy dormía en el sofá, abrazada a un cojín. Mi madre la cubría con una manta, con ese gesto maternal que se transmite de generación en generación.

Me acerqué y la besé en la frente.

—¿Nos vamos? —me preguntó mi madre, bajando la voz.

—Sí. Gracias por todo, mamá.

Ella me tomó la mano antes de que pudiera irme.

—No dejes que lo que otros digan te haga dudar. Yo veo todo lo que haces. Y estoy orgullosa de ti.

Le apreté la mano con un nudo en la garganta. A veces, una sola frase puede sostenerte días enteros.

Salimos en silencio, con Lizzy dormida en mis brazos. Y aunque el mundo no siempre entendiera mis elecciones, yo sabía que cada paso me había llevado justo aquí. Y por primera vez en mucho tiempo, eso era suficiente.




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