Tú y yo... por siempre juntos

La forma más simple del amor

Las tardes con Lizzy tienen una magia que no puedo explicar. No importa si he tenido un mal día, si estoy estresada por un artículo o si no pude dormir la noche anterior; basta con verla correr por el pasillo con sus trenzas despeinadas y sus calcetines sin par para que todo se me acomode por dentro.

Aquella tarde, llovía con suavidad. Las gotas golpeaban el ventanal del comedor como si estuvieran tocando una canción para nosotras. Habíamos decidido hacer galletas. No porque fuera una ocasión especial, sino porque a Lizzy le encantaba ensuciarse las manos con harina… y yo necesitaba ese tipo de caos amable.

—¡Mami, mira! Esta galleta parece un dinosaurio —dijo, sosteniendo una masa amorfa que definitivamente parecía cualquier cosa menos un animal.

—Sí, claro, es… ¿un T-Rex dormido? —le respondí, haciendo que soltara una carcajada que llenó la cocina.

Nos reíamos sin necesidad de motivos lógicos. La felicidad a su lado siempre ha sido así: espontánea, sencilla, sin condiciones.

Después de hornearlas, nos sentamos en la alfombra del salón a comer galletas tibias con chocolate caliente. Ella se apoyó en mí como si mi brazo fuera su mejor almohada.

—¿Sabes qué? —me dijo en voz baja.

—¿Qué, mi amor?

—Quiero que todas las tardes del mundo sean como esta.

Y con esa frase, mi corazón se derritió más que el chocolate de su taza.

—A mí también me gustaría eso —le dije—. Pero si no se puede, prometo que haremos muchas como esta.

Ella me miró, frunciendo la frente como cuando intenta entender el universo.

—¿Tú prometes muchas cosas?

—Solo las que puedo cumplir.

—¿Y lo de estar juntas para siempre?

Tragué saliva. A veces Lizzy no se daba cuenta de lo profundas que podían ser sus palabras.

—Esa sí la prometo —respondí, abrazándola más fuerte.

La lluvia seguía cayendo, pero adentro estábamos cálidas y tranquilas. Puse música suave y ella se levantó para bailar. Giraba con los brazos abiertos, la trenza dando vueltas como un lazo de viento. Yo la observaba con una sonrisa que me nacía desde el alma.

—¡Ven a bailar, mamá!

—No sé si soy tan buena como tú…

—¡No importa! Solo baila.

Y así lo hice. Solté el miedo al ridículo, al cansancio, al pasado… y bailé. En círculos, riendo con ella, chocando nuestras manos como si estuviéramos en un ritual solo nuestro.

Cuando nos cansamos, volvimos al sofá. Lizzy se tapó con su mantita de estrellas y me pidió que le leyera uno de mis cuentos.

—Uno tuyo, no de los de la biblioteca —aclaró.

Le leí un fragmento de uno que había escrito meses atrás. Se trataba de una mamá y una hija que vivían en una casa donde los abrazos curaban cualquier tristeza. Lizzy se quedó en silencio escuchando, con los ojos abiertos y brillosos.

—¿Esa historia es sobre nosotras? —preguntó.

—Tal vez.

—¿Y si escribes una historia donde todo lo triste se vuelve feliz?

—Eso intento hacer cada vez que escribo —le dije.

Cerró los ojos, apoyada en mi costado. No se durmió enseguida, pero su respiración se hizo más lenta, más tranquila. Cuando me aseguré de que ya estaba en ese estado flotante entre el sueño y la vigilia, le susurré al oído:

—Tú eres mi historia más feliz, Lizzy. La más hermosa.

No me respondió, pero sé que me escuchó. Porque apretó mi mano, como si quisiera decir “yo también”.

Más tarde, mientras la llevaba en brazos hasta su cama, recordé todas las veces que había sentido que no podía más. Todas las noches de miedo. Las preguntas sin respuestas. Los vacíos.

Y sin embargo, ahí estábamos.

Mi casa no era grande. No tenía lujos. Pero estaba llena de momentos como este. De risas en pijama. De galletas deformes. De bailes sin música. Y eso, para mí, era tenerlo todo.

Antes de dormir, como siempre, hicimos nuestro ritual: chocamos las manos, luego los puños, y finalmente un abrazo largo.

—Buenas noches, mamá —susurró.

—Buenas noches, mi cielo. Que sueñes con dragones buenos y estrellas traviesas.

Cerré la puerta de su habitación con el corazón pleno. Me quedé un segundo en el pasillo, respirando hondo, dejándome envolver por la paz de saber que, aunque muchas cosas me faltaran, lo esencial lo tenía en casa… cada vez que ella me sonreía.




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