Tú y yo... por siempre juntos

Un rostro que no reconozco

Las urgencias pediátricas siempre me han parecido espacios extraños. Todo se mueve rápido, como si el mundo no pudiera permitirse detenerse cuando un niño está enfermo. Pero al mismo tiempo, hay una ternura contenida, una atención que no se ve en otros pasillos de hospital.

Lizzy estaba ardiendo en fiebre. Su piel parecía de fuego, y su voz apenas era un susurro. No quise esperar ni una hora más. Tomé su mochila, su manta favorita, y salimos directo al hospital.

—Va a estar bien, mi amor —le dije mientras la cargaba—. Ya casi llegamos.

En admisión nos atendieron rápido. La enfermera, joven y amable, nos condujo a una sala de observación.

—El médico de guardia la verá en breve. Es nuevo, pero muy dedicado —me dijo, con una sonrisa tranquilizadora.

Yo apenas asentí. No me importaba si tenía una hora o veinte años en el hospital. Solo quería que alguien la ayudara.

Minutos después, la puerta se abrió.

Y ahí estaba él.

Era alto, de complexión firme pero no robusta. Tenía la piel clara y el cabello castaño muy claro, casi como si el sol se hubiera quedado a vivir en sus raíces. Una cicatriz evidente cruzaba el lado derecho de su rostro, desde la frente hasta el pómulo, dándole un aire de historia no contada.

Su rostro era desconocido, sin duda.

Pero su forma de moverse… la manera en que bajó la mirada al entrar, como si intentara suavizar su presencia… había algo ahí.

No era familiar.

Pero sí… inquietante.

Como si una parte de él ya hubiera pasado por mi vida, aunque no pudiera decir cuándo ni cómo.

—Buenas noches. Soy el doctor Mark Rivera. ¿Esta es Lizzy?

—Sí… —respondí, con una voz más tensa de lo que esperaba.

Se acercó con cuidado. Se presentó a Lizzy con una calidez inesperada que rompió mi desconfianza inicial. Le tomó la temperatura, la escuchó con el estetoscopio y revisó su garganta. Tenía gestos suaves. Pulcros. Como si todo lo hiciera con el temor de romper algo frágil.

—¿Desde cuándo tiene fiebre? —preguntó, sin dejar de observarla con atención.

—Desde anoche. Pero hoy empeoró... apenas comió y se queja del cuerpo.

Mark asintió. Mientras la auscultaba, se detuvo un momento en su revisión. Le levantó suavemente el párpado inferior y frunció el ceño apenas. Después revisó sus uñas, con la linterna del monitor reflejando sobre su piel.

—¿Todo bien? —pregunté, notando su pausa.

—Sí, solo... leve palidez. Nada preocupante de momento —dijo con tono sereno, aunque su mirada parecía evaluar algo más que la fiebre.

Anotó en la tablet y continuó:

—No hay signos de infección pulmonar. La garganta está inflamada, podría tratarse de un virus. Vamos a hidratarla, controlar la fiebre y mantenerla en observación unas horas. Si no mejora, haremos estudios más específicos.

Su voz era segura, pero no distante. Tenía esa mezcla extraña de profesionalismo y calidez que rara vez se ve en una guardia nocturna.

—¿Tiene antecedentes de asma? ¿Convulsiones por fiebre? ¿Algo que deba saber?

—No… solo gripes leves. Nunca así.

Entonces, por un momento, nuestros ojos se cruzaron. Solo un segundo.

Pero algo se movió dentro de mí.

No era reconocimiento. No exactamente.

Era más bien un eco. Como si su mirada me buscara desde algún rincón escondido de mi pasado.

Y eso... me incomodó.

Sacudí la cabeza, queriendo sacarme la idea absurda de encima. No era momento para emociones raras.

—¿Todo bien? —preguntó él, quizás notando mi desconcierto.

—Sí… solo estoy preocupada. Nada más.

Él sonrió. Apenas. Una línea sutil se formó en sus labios. Era amable, pero no fingido. Y, por alguna razón, eso también me removió por dentro.

—Está haciendo lo correcto. Y su hija está en buenas manos.

Acarició el cabello de Lizzy con los nudillos antes de levantarse. Ese gesto —ese, en particular— me dejó helada. Porque fue... familiar. No podía decir por qué.

—Voy a pedir que la trasladen a una sala más cómoda y que le administren líquidos por vía intravenosa. Volveré más tarde a revisarla.

—Gracias, doctor —logré decir.

—Puede llamarme Mark.

Asentí. Y él se fue.

Me quedé sola con Lizzy, que dormía ya más tranquila gracias al analgésico. Yo, en cambio, estaba más alterada que antes. No por su fiebre. Por él.

Mark.

Ese nombre no significaba nada para mí.

Pero esos gestos… esa forma de hablar… esa mirada…

Era imposible. Me lo repetí. Me dije que estaba cansada. Que una madre agotada ve cosas donde no las hay.

Y sin embargo, no pude dejar de pensar en que, por un segundo, el mundo se había vuelto extraño. No malo. Solo… lleno de una pregunta que no sabía cómo formular.




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