Las noches que no se duermen

Las luces del hospital nunca se apagan del todo. Ni el zumbido leve de las máquinas. Ni el paso de los enfermeros que caminan con ese ritmo que no despierta pero tampoco deja dormir.

Lizzy descansaba. Respiraba tranquila. Cada bocanada de aire que tomaba era un permiso para que mi cuerpo dejara de temblar, aunque fuera solo un poco.

Me acomodé en el sillón incómodo que improvisaba de cama, con la cabeza recargada en el respaldo. Cerré los ojos, solo un instante.

No sé cuánto tiempo pasó.

Cuando abrí los ojos de nuevo, la habitación estaba en penumbra, iluminada apenas por la luz tenue del monitor. Y ahí estaba él.

Mark.

Estaba sentado junto a la cama de Lizzy. Tenía la cabeza baja, los codos apoyados en las rodillas, como quien espera algo que no sabe si llegará. No llevaba su bata blanca. Solo la camiseta de manga larga azul oscuro y un pantalón simple. Por un momento, no parecía un doctor. Solo... un hombre cuidando a alguien que le importa.

No me había visto despertar. Y no hice ruido. Me quedé observándolo desde la sombra del sillón.

Sus labios se movían apenas. Tal vez pensaba en voz baja. O tal vez estaba rezando. No lo sé.

Pero algo en su postura me removió por dentro. No estaba ahí porque debía. Ya no era su turno. No necesitaba estar con nosotras.

Sin embargo, ahí seguía.

Le vi mirar a Lizzy con una mezcla de cansancio y ternura. Luego levantó la mirada y la fijó en algún punto del techo, como si buscara respuestas o fuerzas que no se encuentran a simple vista.

Fue entonces que lo supe. Aunque no entendiera nada todavía.
Su presencia... no era casualidad.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí que no estaba sola.
No solo porque Lizzy se estaba recuperando.
Sino porque alguien más, en esa habitación, compartía el mismo miedo que yo.

No dije nada. Me acomodé de nuevo, fingí que dormía, pero el sueño no regresó.

Solo el pensamiento constante de que ese doctor desconocido...
De alguna manera que no lograba explicar, me conocía.