El hospital dormía. O al menos lo intentaba.
Eran cerca de las dos de la madrugada cuando decidí estirar las piernas. Lizzy dormía profundamente, por primera vez en horas, y su respiración constante me había dado permiso para salir unos minutos de la habitación sin sentir que la abandonaba.
Caminé por el pasillo en silencio, guiada por la necesidad de café y un poco de aire diferente al de las máquinas y los monitores. La sala de descanso estaba casi vacía. Casi.
Mark estaba allí.
Apoyado contra la encimera, sostenía una taza con ambas manos, como si el calor del café fuera lo único que lo mantenía despierto. Llevaba la bata desabotonada y una camiseta oscura debajo. Parecía menos doctor, más humano.
—¿No deberías estar durmiendo? —me preguntó sin sorpresa, apenas alzando la mirada.
—Podría preguntarte lo mismo —respondí, forzando una sonrisa mientras servía mi taza.
Nos quedamos en silencio unos segundos. No era incómodo. Era… como si el cansancio hablara por nosotros.
—¿Lizzy está bien? —preguntó con suavidad.
—Sí. Gracias a ti, y al equipo. Está durmiendo como si nada de esto hubiera pasado.
—Los niños tienen esa capacidad… —dijo—. Se rompen y se reparan más fácil que nosotros.
Me senté en la silla más cercana y lo observé un momento.
—¿Y tú? ¿Te reparas fácil?
No sé por qué lo pregunté. Quizá porque él se sentía más familiar cada vez que hablaba. Como si su voz encajara en algún rincón olvidado de mi vida.
Mark no respondió de inmediato. Dio un sorbo al café y luego sonrió con los ojos, no con la boca.
—A veces no sabes si estás roto, hasta que alguien te muestra cómo se siente estar bien.
Mi garganta se cerró un poco. No por lo que dijo, sino por cómo lo dijo. Como si él también estuviera cargando algo que no podía nombrar.
—¿Tú recuerdas cosas de tu infancia? —pregunté, queriendo cambiar el tema… pero sin irme del todo.
Él frunció los labios. Pensó.
—Fragmentos. Imágenes sueltas. Una bicicleta azul. Un parque. Una voz… pero no sé si es real o inventada. ¿Tú?
—Recuerdo una linterna. Mi mamá me la prestaba cuando había tormentas. Yo me metía bajo las cobijas y le contaba historias a mi almohada —sonreí, sorprendida de recordar eso justo ahora—. Me sentía a salvo en ese espacio tan pequeño, como si el mundo no pudiera alcanzarme ahí.
—¿Y ahora? —me preguntó—. ¿Tienes alguna linterna que te salve?
Lo miré. Directo. Me tomó un segundo responder.
—Mi hija. Siempre es ella.
Él asintió. No con lástima, sino con respeto.
—Se nota. Lizzy te mira como si fueras su heroína.
—Yo solo trato de no fallarle.
—Y no lo haces.
Nos quedamos en silencio. Esta vez sí fue distinto. Cargado. Había algo en el aire que no sabía cómo nombrar, pero estaba ahí, entre nosotros, como una cuerda invisible que de a poco empezaba a tensarse.
—Debería volver con ella —dije, levantándome.
—Sí. Y yo… tengo que hacer una ronda más.
Pero ninguno de los dos se movió de inmediato.
—Gracias, Mark —dije al fin, con sinceridad.
—Por el café o por no dejar que se apague la linterna —respondió, esta vez sí con una sonrisa completa.
—Por quedarte… —susurré.
Y me fui.
No sin mirar atrás.
Él seguía allí. Taza en mano, corazón en la otra.