El hospital tiene una forma extraña de medir el tiempo.
No existen los minutos. Solo los momentos entre una alarma y otra, entre una mejoría y una recaída, entre la esperanza y el miedo.
Esa noche, el pasillo estaba en silencio. Solo se oía el zumbido constante de las máquinas y algún paso lejano. Lizzy dormía profundamente, pero su cuerpo se agitaba a veces, incómodo, inquieto. Su pequeña mano buscaba la mía incluso en sueños.
Yo estaba agotada. El alma cansada de tanto aguantar. Cerré los ojos un momento. Me prometí solo unos segundos.
Cuando desperté, la habitación estaba igual de callada. La luz tenue del monitor parpadeaba en azul. Me incorporé lentamente, y entonces lo vi.
Mark.
Estaba allí, sentado en la silla que solía ocupar yo. No hablaba. No hacía nada. Solo estaba junto a Lizzy, observándola con una atención que no era profesional… era humana.
Tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia ella. En su regazo, un cuaderno médico sin abrir. Su expresión no mostraba agotamiento, aunque sabía que ya había terminado su turno hacía horas.
No se había ido.
Y no lo sabía, pero ese gesto… ese simple quedarse… fue lo que rompió algo dentro de mí.
No hizo falta que dijera nada. No se percató de que yo lo miraba. No estaba allí para que lo vieran. Estaba allí porque sí.
Porque algo lo ataba a esta habitación más allá del deber.
Me quedé observándolo unos minutos. En silencio. Conmovida por una ternura que no estaba acostumbrada a recibir.
Después de un rato, se levantó con cuidado. Acomodó la sábana sobre el cuerpo de Lizzy, revisó su suero, y le acarició el cabello con la punta de los dedos, apenas un roce.
Luego se giró para salir, y me encontró despierta.
Nos miramos.
No dije nada.
Él tampoco.
Pero supe. Supe que ese hombre no se estaba acercando a mi hija por obligación. Y tampoco a mí por compasión.
Lo que estaba creciendo entre nosotros no tenía nombre todavía.
No era amor.
No era amistad.
Era… algo más puro.
Una promesa muda.
La promesa de alguien que no se va cuando el turno termina.
La de alguien que no necesita palabras para quedarse.
Él solo asintió con suavidad, y salió de la habitación.
Y yo… me abrigué con esa mirada como quien se tapa con una manta invisible.
Esa noche, dormí por fin.
No porque todo estuviera bien.
Sino porque, por primera vez en mucho tiempo, no me sentía sola.