El miedo no avisa.
No golpea la puerta. No da señales claras. Solo entra.
Y esa noche, entró sin pedir permiso.
Lizzy había tenido un buen día. Había comido, había sonreído incluso. Sus mejillas tenían color otra vez y las enfermeras comentaban que pronto podríamos hablar del alta.
Yo estaba tranquila. O todo lo tranquila que una madre puede estar cuando su hija duerme en una cama de hospital. Leía un poco mientras ella dormía, el corazón por fin latiendo con ritmo normal.
Hasta que el monitor emitió un pitido agudo.
—¿Lizzy? —susurré, incorporándome.
La miré. Su rostro estaba pálido. Demasiado. Y su frente brillaba de sudor. Se quejaba en sueños, con un murmullo que apenas entendí. Se retorcía como si algo le doliera.
—¿Mi amor? —me acerqué, tomándole la mano—. ¿Qué pasa?
No respondió. Solo apretó los ojos con fuerza. Su respiración empezó a acelerarse.
Llamé a la enfermera. Ella llegó en segundos, seguida por otra. Una revisó el suero, la otra el monitor. Hablaron entre ellas con términos que no comprendí del todo. Yo solo repetía su nombre.
Y entonces, Mark entró. Sin bata, sin papeles. Solo con esa cara de quien corre aunque no se note.
—¿Qué pasó?
—Reacción febril súbita. Hay leve taquicardia —dijo una de las enfermeras.
Mark se acercó a Lizzy y le tomó el rostro con ambas manos, suave pero firme.
—Estoy aquí, pequeña —le dijo, como si su voz pudiera guiarla de regreso.
La revisó en silencio. Le pidió a la enfermera un nuevo medicamento. Ordenó bajarle la dosis del suero. Indicó algo más que no llegué a oír. Su calma no era fingida, pero sí trabajada. Se notaba en sus gestos medidos, en cómo respiraba hondo entre cada instrucción.
Yo estaba en la esquina, con las manos temblando.
Hasta que él me miró.
—Está teniendo una respuesta inflamatoria al tratamiento —me explicó—. No es grave, pero es importante actuar rápido. Ya lo estamos haciendo.
Asentí. No pude decir nada.
Los minutos pasaron. Lentos, crueles. Pero el pitido constante del monitor fue bajando. El color volvió poco a poco a su rostro. Su respiración se estabilizó.
Mark no se fue. Se quedó al borde de la cama, observando. Incluso cuando las enfermeras se retiraron, incluso cuando ya todo parecía estar bajo control.
—¿Y ahora qué? —logré preguntar.
Él me miró.
—Ahora esperamos. Pero va a estar bien.
Se notaba agotado. No por la hora, sino por el peso de la responsabilidad. Por el miedo que no decía, pero que yo vi en sus ojos cuando entró corriendo.
—Gracias por venir —le dije.
—Nunca me fui —respondió.
Me senté en la butaca, sin más fuerza que la que quedaba en el alma.
Y en ese momento, mientras el monitor marcaba un ritmo estable y Mark acariciaba el cabello de mi hija con la punta de los dedos, entendí que había algo más profundo entre nosotros.
No era un vínculo cualquiera.
Era el tipo de conexión que se forja en la urgencia, en el desvelo, en las lágrimas contenidas.
Era… una promesa muda de no dejar caer lo que el otro ama.