Nunca imaginé que me alegraría tanto escuchar a mi hija hablando sin parar.
Lizzy caminaba por el pasillo, con su bata celeste, su muñeca vendada por el suero y una libreta de dibujos bajo el brazo. Había convencido a una de las enfermeras de prestarle lápices de colores “solo por hoy”, y ahora mostraba sus creaciones con orgullo a cualquiera que la mirara.
—Este es un dragón con alas de mariposa —le decía a un niño que estaba en silla de ruedas—. No escupe fuego. Escupe burbujas que te hacen cosquillas.
La enfermera Sofi —que no era mi Sofía, pero ya me caía igual de bien— reía a carcajadas mientras le ofrecía una gelatina que Lizzy rechazó con toda la autoridad de una pequeña artista ocupada.
—Tengo que seguir trabajando en mi cómic, Sofi —dijo con tono serio—. Este hospital necesita más magia.
La miré desde el final del pasillo, sentada en uno de los bancos junto a una máquina de café vacía. No intervenía. Solo la observaba.
Estaba de pie. Caminaba. Reía.
Mi hija estaba volviendo.
Mark apareció poco después, revisando unas notas en su tablet. Cuando vio a Lizzy, detuvo el paso. Sonrió de esa forma que no es automática, sino genuina. Con los ojos. Con los hombros que se relajan.
—¿Y ese caos con piernas quién lo dejó suelto? —bromeó, acercándose a mí.
—No sé —respondí—. Pero me resulta sospechosamente familiar.
Nos quedamos un momento en silencio, viendo a Lizzy sentarse en el suelo junto a otra niña para intercambiar dibujos. Una enfermera se agachó a su lado para ayudarle a colorear un sol con rayos azules.
—Está muy bien —dijo Mark.
—Sí. Y tú también.
Él giró hacia mí, con una ceja levantada.
—¿Yo?
—Te noté más tranquilo. O… más tú. O quizás es que ahora sí te estoy viendo de verdad.
Él no respondió de inmediato. Solo bajó la mirada, con esa forma suya de contener palabras que no quiere soltar todavía.
—Tal vez los hospitales no son solo para curar a los pacientes —dije, casi sin pensarlo.
Mark me miró de nuevo. Esta vez sin barreras. Con esa expresión abierta que solo le había visto cuando hablaba con Lizzy. Como si también él estuviera sanando algo.
—A veces… los pasillos también curan —respondió.
Volvimos a mirar hacia el centro de ese pequeño caos infantil. Lizzy ahora enseñaba su cuaderno al personal de limpieza. Les contaba que estaba creando una heroína con capa y voz de estrella fugaz.
Y aunque la situación no era ideal… aunque seguíamos en un hospital…
Sentí paz.
La paz de ver a mi hija sonriendo.
La paz de no tener que cargar todo sola.
Y una paz nueva, desconocida, que nacía cuando él estaba cerca.
Quizás, sin darnos cuenta, ya éramos algo más que doctora, madre e hija.
Éramos... un comienzo.